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La guarda

Cecilia Magaña

México

No puede decirlo. Ni siquiera la tiene en la punta de la lengua. Es como si se la hubiera tragado y estuviera muy abajo en su estómago, haciendo la digestión. La luz en el tablero del techo brilla y el hombre de azul en los controles con botones negro y plata lo mira con una sonrisa apretada:

―Tienes dos segundos.

Podría ser guante, rana o café. Da lo mismo. Lo que sigue es apretar el cuerpo para la descarga. La enfermera coloca la guarda en la boca. Sabe a algo que le pica la nariz. El tiempo de espera corre lento, como el programa de radio que escuchaba cerca de la ventana en casa de su abuelo, en el que los locutores hablaban alargando las palabras para dar la hora. Hasta que el hombre de azul levanta las cejas.

―Lo siento mucho, José. La respuesta correcta es...

Bzzzzzzzzz. El jalón recorre su espalda, le engarrota los dedos y termina como un calor húmedo entre las piernas. Cuando la corriente acaba José entreabre la boca, separando las muelas que se sienten fundidas. Le retiran la guarda y los hilos de baba le humedecen la cara. Poco a poco, los ojos de la enfermera dejan de ser puntos perdidos y su filipina vuelve a delinearse. José parpadea haciendo correr las lágrimas para ver mejor.

―Vamos a la segunda ronda ―anuncia esa voz que sale de entre las tiras de plástico que agita el aire acondicionado.

José respira profundo y mira de reojo al compañero en la litera contraria. Tiene que alcanzar el timbre primero, aunque todavía le zumben los huesos.

―Es el turno de Antonio. Toño, nos quedan las categorías de Hogar, Infancia, Oficios y Eventos críticos por 200 puntos cada uno. ¿Cuál vas a escoger?

No oye la elección de Toño. De hecho, nunca ha escuchado su voz en todo el tiempo que lleva aquí. Lo ha visto a través de alguna ventana que en este momento no puede ubicar, de pie entre las plantas del jardín. La mirada de muñeca vieja con el párpado atorado a medio camino. No, nunca lo ha escuchado hablar. Y la cabeza no le da a José en este momento como para pensar en la posibilidad de la distancia y el cristal de la ventana, en la idea de que no necesariamente por haberlo visto mirando hacia donde él estaba, se tratara de un intento de comunicación. José arruga la nariz, todavía le pica.

La voz que sale del ventilador marcada por los chasquidos de los plásticos que se golpean unos a otros, mientras la cabeza con hélices gira, dice:

―Muy bien, Toño, aquí va, escucha bien y recuerda que José también puede responder la pregunta si oprime primero el botón… Por cien puntos: ¿puedes darnos el nombre de un familiar?

Busca con la punta de los dedos el botón. Detrás de los ojos se le forma la imagen de un hombre de ojos pequeños y piel colorada como el betabel. José no se cuestiona si de verdad el betabel es colorado y aprieta, seguro de que el nombre llegará, así como llega el cabello oscuro y el olor a betún, el sonido del cepillo contra el calzado escolar y la sensación en los dedos de los pies, aún detrás del cuero, como una cosquilla a cada contacto. Luego la franela para terminar de pulir y la voz diciendo: un hombre se mide por el brillo de sus zapatos.

―José ha ganado el turno. José, por cien puntos: ¿recuerdas el nombre de algún familiar?

Un par de lentes con cristales verdosos y los ojos pequeños detrás, los dedos como con nudos dándole una palmada en la cara: que no se te olvide, José. Pero José no logra encontrar el principio de la cuerda para agarrarse. Su boca se abre y su lengua empieza a moverse hacia el paladar con anticipación. El bigote a ras de labios, la peca grande en el cuello: una cicatriz de bala, mijo. Entró por aquí y de pronto la sentí en la boca. Pensé que era un diente y escupí en la mano izquierda. ¿Qué es esto? Con la derecha me tapaba el agujero por el que salía la sangre. Salía y salía. ¿Qué es esto? Me acerqué la mano a la cara y abrí los dedos. Ahí, entre saliva y sangre estaba la pieza color cobre, la cabeza de la bala.

Alcanza a sentir el tacto enguantado de la enfermera sobre su mentón, para ponerle la guarda. Sabe que tiene que acordarse del nombre. Lo sabe como sabe que la historia de la bala no era cierta, aunque le gustaba. Gira la cara hacia un lado en un intento por ganar más tiempo y los labios tardan en moverse para decir un nombre cualquiera.

―Bernardo… ―dice al fin― Bernardo.

La cabeza del ventilador se mueve hacia él y las extensiones de plástico entrechocan como un aplauso, mientras la pieza se instala entre sus dientes y la lengua se pega a ese segundo paladar que sabe a algo que enchila el aire como cuando jugaba futbol y el cielo tronaba. No te vayas a esconder debajo de un árbol, José. Mejor derechito a la casa.

―Y la respuesta es… ¡correcta, José! Felicidades. Ahora por cien puntos más, ¿qué era de ti Bernardo?

Intenta empujar aquello fuera de su boca para contestar, su garganta emite un sonido rasposo, igual al que hace cuando en su cuarto vomita las pastillas que le dan. La enfermera lo toma de la mandíbula y ajusta la correa pero no le quita la guarda. José sacude las piernas, que también están amarradas. Aunque no logra acordarse de su relación con Bernardo, lo que están haciendo es trampa.

―Tienes dos segundos…

Frunce la cara y se le viene la imagen de una ventana, una pieza de música y la radio que parece una caja de madera chapada. Un par de botones en negro y plata, la voz estirada como un chicle Adams diciendo la hora, pero sobre qué era Bernardo de él, nada. José mueve la cabeza, al menos podría tratar de adivinar. La correa que sujeta su frente se suelta y por un momento logra ver su cuerpo amarrado a la camilla blanca y sus pies descalzos: un hombre se mide por el brillo de sus zapatos.

Del libro Silenciosa y sutil, Pictographia Editorial, 2014.
Publicado con permiso de la autora.

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