José Francisco Cobián Figueroa
En el primer caso, se piensa en la enseñanza de la administración educativa (García, 2012), siendo deseable que todos los docentes, independientemente de la vía por la cual llegaron a serlo, se capaciten y formen en administración educativa. Que lo hagan los directivos es indispensable.
No es muy difícil imaginar las razones: el aprovechamiento óptimo de los recursos de que se dispone para cumplir con calidad y excelencia la misión para la que fueron creadas las organizaciones y las estructuras educativas: la formación de estudiantes, y evitar al máximo su desperdicio.
Si crear cátedras, escuelas o universidades especializadas en administración educativa es importante, la importancia de que quienes ocupan los cargos directivos cuenten con un perfil competente en ese sentido es doblemente importante.
Un ejemplo sencillo: en un estudio reciente realizado en una escuela de nivel medio superior, 27% de los estudiantes percibió que sus profesores llegan puntuales siempre. La suma de éstos y la mitad de los que llegan puntuales casi siempre, no llega al 50%. ¿Qué impacto en la calidad educativa tendría si directivos y profesores asumieran el liderazgo y la responsabilidad de administrar el recurso tiempo de mejor manera: llegando puntuales y empleando efectivamente todo el tiempo programado de las clases?
Implementar la medida requiere del conocimiento de la administración y de un liderazgo fuerte, solvente y compartido para convertirla en logro.
En el segundo caso, la enseñanza será pensada para que la educación abarque toda la vida, preparar profesionales del conocimiento cuyo campo de acción será la producción y desarrollo de sistemas y servicios soportados en las tecnologías de la comunicación. La enseñanza tenderá a la liberalización de las personas, eliminar la pobreza y la marginación y respetar la naturaleza; poner la sociedad del conocimiento al servicio de los ciudadanos; una sociedad creativa, abierta, justa, plural, capaz de crear conocimiento y de apreciar la creatividad, la cooperación y el aprendizaje; y solucionadora de problemas medioambientales. Intrínsecamente, habrá de diseñar el acto didáctico, promover la transacción de los conocimientos, situar al profesor como mediador, establecer intercambio de conocimientos entre alumno y profesor, trabajar en el procesamiento y organización de la información, en la desestandarización del pensamiento, el respeto a los valores, creencias y culturas minoritarias, la formación del profesorado en valores formativos, integración del proyecto educativo, aprendizaje selectivo y rápido con nuevos códigos y lenguajes, y dominio de las redes de información. Si el nuevo director consigue esto, ha podido integrar su escuela —hipotética hasta ahora— a la sociedad del conocimiento (Cantón, 2012). Por lo pronto, en México, la realidad que arriba se describe sólo está al alcance de las organizaciones e instituciones de educación privada. En las de educación pública, tanto la distribución de equipos para la información y la comunicación, y el acceso a internet, son todavía muy limitados y de una heterogeneidad extraordinaria. Cuentan con ellos las instituciones y escuelas ubicadas en las áreas geográficas de mejor acceso y con servicio de electricidad, pero no se les dota de los mejores, ni de los más actualizados, ni de los suficientes equipos, lo cual se convierte en meros actos de demagogia y perversión política. Por otra parte, se hacen reformas educativas con los mejores propósitos asentados en el discurso, pero poco congruentes y realizables en la práctica, pues ésta la mediatizan decisiones burocráticas y la compraventa de intereses personales o de grupos.
Aun con la confianza de que el nuevo director va por el mejor camino que pudo imaginar, o por lo mismo, se empieza a gestar entre los miembros de la organización escolar, promovida por su líder, una práctica de autoevaluación (Gimeno, 2012), a través de la cual el diálogo reflexivo fluye y soporta la idea del cambio, y convierte poco a poco a la institución escolar en una organización que aprende a aprender, a desaprender y a transformarse, en apego a un estilo de gestión que interviene para el cambio y consigue la articulación de todos los aspectos arriba mencionados, más el despliegue del papel de dirección movilizando, inspirando, aprendiendo, construyendo una visión y resolviendo problemas (Velasco, 2012).
Cuando emprender y lograr las transformaciones de que se viene hablando se complica, es importante identificar los diferentes estadios en que se hallan distintos sectores de la organización institucional; y, para intervenirlos, organizar equipos pequeños que puedan concentrarse en cambios concretos que poco a poco lleven a la organización completa al futuro y al éxito esperados.
Ojalá que el nuevo director, bien intencionado y plantado con firmeza en un liderazgo transformacional, trabajando colaborativamente con el resto de los miembros de la institución escolar, y con todo el acierto que ha venido ejerciendo los cambios ya descritos, logre erradicar los rasgos culturales de los que antes hablaba en la sala de maestros, también identificados por el análisis y existentes en muchas organizaciones educativas como una constante. A saber: