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El deseo y la palabra en el origen

Juan Castañeda Jiménez

Hay que ser tres para que un niño venga al mundo. Hace falta
un deseo inconsciente y consciente del padre para que el niño
se conciba: el padre tiene que dar la luz verde, [...] la madre
tiene que dar la luz verde, ámbar o intermitente, y el niño, la
luz de Dios, que desea verdaderamente encarnarse.
Françoise Dolto

Cuando el niño más pequeño percibe que su madre está embarazada, se pone “chípil” (palabra de origen náhuatl). Estar chípil significa mostrarse llorón, somnoliento, corajudo, triste y hasta con dolor corporal. Es como si el niño sintiera una incomodidad que le lacera hasta los huesos (cuando ya hablan, algunos niños dicen que les duelen las uñas). Estar chípil es estar celoso de la presencia de otro ser que amenaza la unión entre él y su madre.

El inicio de este comportamiento en el pequeño se origina aún antes de que la madre sepa de su embarazo. Si bien no todos los niños presentan estos síntomas, no deja de ser enigmático tal comportamiento infantil. Incluso, el origen de la palabra chípil es curioso. Se dice que viene del cerro denominado Zipil que se ubica en Jalisco, en “el valle de las resonancias”.

¿En el niño menor resuena la venida de otro ser? ¿Cómo puede saber que algo ha cambiando en la relación entre él y su madre? Por más incomodidad que experimente el niño, no puede poner en palabras la causa de su malestar. ¡Sabe algo sin saberlo del todo! Los adultos conocen la razón del comportamiento mientras que el niño no. Pero los adultos no han percibido la presencia de otro embarazo y el bebé sí.

El trabajo de Françoise Dolto aporta luz a estas realidades. La vida humana depende del deseo que late. “Cada uno de nosotros, al nacer, es el lenguaje del deseo de sus padres” (2000, p. 13):

“El niño es como el objeto de los deseos de sus padres y sus mayores, así como de la angustia y el amor de estos. Y tal cosa ocurre porque están diferentemente interesados por su persona en devenir. Así y todo, él nunca es condicionado por completo. El niño está dotado de función simbólica” (Ledoux, 1990, p. 103).

Aunque en el vientre materno el bebé parezca ser sólo deseo de sus progenitores, Dolto muestra que también el embrión tiene su propio deseo y que no todo en él puede ser condicionable. En otras palabras, por más que se tenga el deseo de que el bebé sea de tal o cual manera, este conserva una parte de sí que se resiste a los demás aunque también desea complacer a quienes ama. Esto explica el hecho de que haya personas que a pesar de su medio hostil, son capaces de sobrevivir relativamente sanas.

Vale la pena reflexionar respecto del propio origen en este sentido. ¿Fuimos hijos deseados? ¿Qué deseo selló nuestro origen? Existen parejas que han caído en el hastío y por ello “deciden” tener un hijo para que vitalice su relación y entonces han concebido un hijo para que le dé sentido a su vida. El vástago es argamasa que une a los padres. Ese deseo marcará al hijo. También hay parejas que deciden vivir juntos como efecto de un embarazo. El hijo es el motivo de la unión. Pero “el hijo deseado es, en realidad, el que vive por añadidura y a causa del deseo de una pareja que es ya muy feliz sin hijos. Entonces, de pronto, los miembros de la pareja se encuentran convertidos en padres” (Dolto, 2000, p. 12). Ahora, con el uso de anticonceptivos, las parejas pueden programar a sus hijos como se programa la compra de una lavadora, y para la autora no es del todo aplicable la expresión de que los padres desean a sus hijos. Ella supone que el deseo de los padres se refleja en parejas que dejan abierta la posibilidad de tenerlos en cualquier momento y que se abren a la sorpresa que ello implica. Eso indicaría su apertura a modificar su vida en función de sus hijos.

Pero no sólo el deseo inicial de los padres puede influir en el origen de una persona; también el estado de ánimo que la madre vive durante su gestación tiene efectos en el carácter del producto. Las mujeres que en su embarazo experimentan la muerte de algún familiar muy querido caen en depresión. Esas vivencias marcarán al bebé con un carácter taciturno sin que por ello se pueda decir que está triste.

“Hay en el niño que nace [...] un efecto del inconsciente de los padres sobre el inconsciente del embrión en el momento de su concepción o que marca al feto en el curso de su gestación” (Dolto, 2000, p. 12).

Después del nacimiento, el estado de ánimo de la madre sigue influyendo en la vida futura del bebé. Por ejemplo, en la etiología del autismo infantil se puede constatar desatención emocional de la madre. Esto significa que ella, en el mejor de los casos, atendió las necesidades vitales del bebé, pero no se mostró interesada por su persona. El efecto es que el bebé jamás podrá nacer psicológicamente y quedará ensimismado para siempre o hasta que alguien pueda penetrar en su mundo e interesarse auténticamente por él.

Muchas de las anomalías físicas del infante son producto de deseos (propios o de los padres) no expresados. El deseo de todo ser humano es experimentar amor de los demás y hacia los demás. Ese deseo es el que vitaliza:

“El psicoanálisis nos muestra que la anorexia escolar es una repetición de la anorexia mental, que esta es un problema profundo del deseo de vivir, que la impotencia motriz y la impotencia creadora son también problemas profundos del derecho a estimarse a sí mismo en sus iniciativas” (Dolto, 2000, p. 135).

Dolto insiste en que, para realizar una buena educación, los padres deben reconocer los deseos de sus hijos. Los deseos, al ser reconocidos, aun cuando no se satisfagan, promueven salud.

“Únicamente están educados de una manera inteligente y humana los niños cuyos padres, cualquiera que sea su nivel de origen y cultura, han sido educados en la confianza. Estos padres se sienten plenamente responsables de los niños que han traído al mundo y se las ingenian, social y económicamente, para guiar y mantener el deseo mientras pueden. Admiten que este deseo se manifiesta. Los niños tienen confianza en sus padres y sienten que ellos respetan su acceso a la autonomía, cuya aparición no frenan, sino que al contrario estimulan, confiados como están en la fe en sí mismo de su hijo. El porvenir de una población está representado por su juventud” (Dolto, 2000, p. 138).

Podría erróneamente pensarse que Dolto apoya la educación consentidora y que entonces se corre el riesgo de que los niños sean voluntariosos y mimados. No es así, más bien ella sostiene que aun a los bebés se les debe tratar con dignidad, sin ocultarles jamás la verdad aun cuando esta sea dolorosa para ellos.

Reconocer el deseo es admitirlo como verdadero aunque exista imposibilidad de satisfacerlo. Esencialmente es una educación en el respeto. Por ejemplo, a un bebé que llora mucho por la noche sin dejar dormir a sus padres debe hablársele como se le habla a una persona mayor; este reaccionará y, muy probablemente, si percibe honestidad en quien le habla, cambiará su conducta:

“Se sabe ya que el niño está ‘en el deseo de sus padres’, casi se ha convertido en tópico. Pero lo que no se sabe es que el niño tiene su deseo propio que quiere manifestarnos, y que la única manera de reconocerle como sujeto es hablar a su persona, y dejarle un tiempo para responder escuchando con nuestro corazón, con nuestra piel, con...; y después: ‘Sí, sí claro, tienes razón. Eres desgraciado, no podemos obrar de otro modo, tu madre tiene que trabajar, yo tengo que dormir, y tú eres muy, muy desgraciado, pero nosotros no te vamos a llevar a nuestra cama, tu madre no te va a tomar en sus brazos. Es preciso que te duermas’. Dicho esto, al mismo tiempo que se reconoce el sufrimiento del niño él ‘se encuentra’ ” (Dolto, 2000, pp. 134-135).

Como el niño chípil que sufre algo que aún no entiende, necesita que alguien creíble ponga en palabras su malestar. Si encuentra alguien que le entiende y le expresa su deseo, él también se encontrará a sí mismo. Eso le proporcionará descanso en su sufrimiento.

¿Cuántas veces las personas perciben un dolor que no pueden definir? Para Dolto el ser humano es un ser esencialmente simbólico desde su origen. No puede sobrevivir sin el amor puesto en palabras y actos. Supone que aun recién nacido, el cachorro humano es capaz de comprender la palabra en cualquier lenguaje (a condición de que sea la lengua de la persona maternante). “Quienquiera que seamos, creo que al nacer somos cien veces más inteligentes que a la edad en que creemos serlo, a los veinte años” (Dolto, 2000, p. 34):

“El sujeto sobrevive únicamente debido a una dialéctica expresada, para los seres parlantes, por la palabra y por los fantasmas subyacentes a la misma, que no se expresan claramente por la palabra más que en la lengua materna que el niño ha conocido desde el origen. Insistimos aquí en esta relación simbólica desde el origen” (Dolto, 2000, p. 74).

Cuando el ser humano es sostenido con amor por sus padres, pronto gana autonomía y quiere ser como los grandes, a quienes admira e imita. A los tres años, el niño tiene confianza en sí mismo y cuenta con una independiente motriz nada desdeñable. A la pregunta ¿Qué significa tener tres años? Dolto contesta así:

“Significa que el niño se sabe chica o chico debido a su diferencia sexual y no solamente por lo que la gente dice de él. Eso quiere decir que el niño habla bien su lengua materna, que está adaptado alimentariamente, que come solo, que sabe o sabría servirse, que ha alcanzado el dominio esfinteriano, que es autónomo para sus necesidades, que sus gestos son hábiles, que anda sin titubeos. Le gusta cantar, bailar y jugar con todos. Eso quiere decir que habla de sus acciones, de todas sus acciones (habla incluso solo de todo lo que hace) y que las acciones del otro, aunque no sean habladas, son para él lenguaje. El niño de tres años es observador, hace preguntas, movido por el deseo consciente de crecer identificándose con toda persona que, a sus ojos, tiene valor de modelo: los niños mayores de su sexo, los adultos de su sexo. Le alegra mucho quedarse en compañía de otro, con el que establece lazos que no son duraderos, pero establece constantemente con todos los de su entorno, lazos de palabras y lazos de intercambio. Aunque le atraigan todos los niños y casi todos los animales, aunque ame todas las plantas, escoge sus modelos de identificación consciente en la especie humana, entre sus familiares, particularmente sus padres, sus hermanos mayores y las personas que sus padres respetan y que respetan a sus padres. He aquí lo que un niño de tres años es, si lo han criado de manera humana y es medianamente inteligente. Añadamos que sabe su nombre y su dirección, así como los nombres de sus hermanos y generalmente también de sus parientes próximos, cuando los tiene” (Dolto, 2000, pp. 124-125).

Quizá la perspectiva de Françoise Dolto no tuvo el reconocimiento desde sus orígenes en los años cuarenta. Era una de las pocas personas que se dedicó a la clínica de niños. En aquella época no era usual. Fue después de 1960 que su trabajo, en la cura de psicóticos, llamó la atención de sus colegas. A partir de entonces, se le ha considerado una de las personalidades más destacadas en el tratamiento psicológico de niños y adolescentes. Su legado es grande y su trabajo sigue siendo inspirador.


Bibliografía

Dolto, F. (2000). Las etapas de la infancia. Nacimiento, alimentación, juego, escuela... Barcelona: Paidós (traducción T. del-Amo).

Ledoux, M. H. (1990). Introducción a la obra de Françoise Dolto. Buenos Aires: Amorrortu Editores (traducción J. Catelló).


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