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¿Educación en redes sociales?

Luis Rico Chávez


Solía contar una anécdota que causaba risa incluso entre estudiantes: en algún curso de español que impartí uno de los temas era la publicidad. En esos tiempos los profesores se quejaban de que la televisión robaba horas valiosas de estudio a sus alumnos, además de que los volvía distraídos y apáticos ante los profundos y trascendentes contenidos de su asignatura. Pues para abordar ese tema de publicidad yo les dejaba de tarea que vieran la televisión. Al siguiente día, preguntaba quién había hecho la tarea, y luego de un silencio que sólo escuchamos los profesores, alguien contestaba: “Ay, profe, es que nos dio flojera”. Al parecer, la receta para que los estudiantes se alejen de aquello que tanto los entusiasma es incorporarlo a la obligatoriedad y al engorro de los trabajos escolares.

Exactamente lo mismo ocurre con el uso de las redes sociales. Ahora que por obligación escolar deben buscar actividades, tareas y material de apoyo para las clases en esos espacios, han terminado por odiarlos y utilizarlos lo menos posible.

La experiencia de estos meses ha sido a la vez frustrante y aleccionadora. En el primer caso, porque evidenció todas las lagunas y deficiencias tanto de instituciones como de escuelas, de directivos y de docentes (qué decir de los estudiantes); y en el segundo, porque al agigantar la percepción sobre el estado de cosas, permitirá buscar soluciones (que se apliquen, es otro cantar).

En el momento previo al arranque de esta situación excepcional, la educación presencial enfrentaba un sinnúmero de problemas (que seguirán ahí cuando regresemos a esa “nueva normalidad”): falta de espacios (y los disponibles, inadecuados y con carencias que nunca se subsanan), de recursos (y la hiperausteridad que se nos viene), docentes impreparados y sin el perfil adecuado, insuficiente personal de apoyo (o con una actitud indolente), alumnos distraídos, apáticos, sin cubrir el perfil mínimo para trabajar en el bachillerato…

Pues todo eso, en grado superlativo, enfrentamos en la educación “virtual”.

En mis años de experiencia docente, peregrino en algunas preparatorias del sistema, he constatado (y sufrido, véase el siguiente ejemplo) la escasez de equipos de cómputo, no sólo para los estudiantes, sino también para los profesores, la baja cultura en esas famosas TIC, las deficiencias en la enseñanza-aprendizaje del manejo y aplicación de programas de cómputo, que se refleja en la incapacidad de usar, más allá de los requerimientos mínimos (y, en ocasiones, ni esos), aplicaciones fundamentales para la elaboración de tareas y proyectos escolares, los problemas para acceder a aulas virtuales y, en fin, para desempeñarse medianamente en el ámbito de la educación en línea.

Todo lo anterior nos da una idea del final de este ciclo escolar tan bizarro. ¿Cómo esperar resultados positivos si, además de tomarnos desprevenidos, hemos sido incapaces de realizar un trabajo serio de academia, de planificar adecuadamente los cursos, de preparar material suficiente (ni de más, ni de menos) y de calidad para lograr un aprendizaje significativo por parte de los alumnos? Tómese en cuenta que esto lo digo por los cursos presenciales, porque si hablamos de cursos en línea, más del 90% de los profesores no tienen elaboradas actividades para desarrollarse en este ámbito; muchos de ellos ni siquiera se habían asomado a las aulas virtuales.

Como consecuencia, fuimos testigos (las quejas en redes sociales documentaron ampliamente esta situación) de aberraciones como una carga excesiva de trabajo a los alumnos, actividades repetitivas y carentes de ingenio (“lea el siguiente texto y conteste las siguientes preguntas”), instrucciones incompletas, incomprensibles, ilógicas…

Curioso que nunca se entendió algo que es de sentido común: en una ocasión transmití en directo, vía Facebook, una clase en el día y la hora que tenía asignada según mi contrato; a los cinco minutos un estudiante me mandó un mensaje: “Profe, ¿esto va a durar mucho? Porque estoy trabajando”. Bueno, según el reglamento, la clase duraba una hora, y en caso de que no hubiéramos enfrentado estas circunstancias excepcionales, el muchacho debería estar en la escuela, no trabajando. En otras palabras (y en esto se insistió machaconamente por todos los medios posibles), no estábamos de vacaciones, y por tanto se deberían cumplir los tiempos establecidos en cada unidad de aprendizaje. ¿Quién cumplió con tal exigencia? Porque, como mencioné previamente, algunos profesores que no tenían la capacidad de trabajar en línea hicieron cualquier cosa para salir al paso (con los resultados que era obvio esperar), mientras otros, considerando que sus estudiantes tenían todo el tiempo del mundo, los saturaron de tareas inútiles.

Recordemos que la situación comenzó, en Jalisco, desde mediados de marzo. En esas fechas todavía se tenía la esperanza de que en abril, después de las vacaciones de primavera, regresaríamos a la normalidad normal (no a la nueva normalidad). Diseñé entonces, en mis cursos de Moodle, las actividades de tres temas del programa de estudios, y les hice llegar la información a mis alumnos.

Se terminó el plazo y volvimos del periodo de asueto con la noticia de que concluiríamos el semestre con la modalidad en línea. Comencé a trabajar en el resto de los contenidos, y al acceder a la plataforma descubrí que en mis cinco grupos de primer semestre sólo se habían inscrito menos de diez estudiantes (en dos de esos grupos no se había inscrito ninguno).

Volví a contactarlos para notificarles que ya estaban todas las actividades del curso y que urgía que se inscribieran en la plataforma, porque se estaban retrasando en la entrega de los trabajos. Elaboré varios videos donde les explicaba, paso a paso, cómo inscribirse y cómo realizar las actividades. A principios de mayo apenas se había inscrito el 30% de los estudiantes (excepto en los dos grupos señalados, donde sólo aparecían diez de ellos, algo así como el 10%). Ocurría exactamente lo mismo que en los cursos presenciales: del total de actividades que deberían haber realizado, la mayoría apenas había cubierto un tercio de ellas, pese a que ya nos acercábamos al periodo de evaluación.

Para mantener contacto sobre el desarrollo del curso les pedí que le dieran “Seguir” a una página que ya había creado en Facebook, la Sala de Lectura de la Preparatoria 2 UdeG (@SLPrepa2), y que estuvieran al pendiente sobre las novedades. Curioso que, a través del Messenger de esa plataforma, recibiera mensajes donde me preguntaban sobre información que acababa de proporcionarles. Como dije al principio: si pretendemos que los estudiantes se desentiendan de actividades que les resultan atractivas, incorporémoslas a las tareas escolares.

Y permítanme confesarles: por más que intentaba revestirme de la paciencia de Job, recibir las mismas preguntas de decenas de estudiantes sobre un aspecto del que ya les había explicado me dejaba al borde de la locura. Y lo mismo me ocurría con los videos: les explicaba paso a paso lo que debían hacer y al poco rato estaba saturado mi buzón virtual con preguntas cuyas respuestas se encontraban precisamente en los videos. En el colmo de la desesperación, en algún momento tuve esta conversación con un alumno: me pregunta: “Profe, ¿qué tengo que hacer?”; le respondo: “¿Ya viste el video?”. “No”. “Necesito que lo veas, por favor”. Una pausa. De nuevo el estudiante: “Profe, ¿me podría decir en qué minuto está la explicación?” Eliminé la conversación.

He editado por lo menos tres videos en los que explico a mis alumnos cómo registrarse en la plataforma de Moodle (uno por cada actualización; me falta hacer el de la nueva versión). La queja más recurrente que recibí fue: “Profe, no me puedo registrar en la plataforma”. En algún momento, incluso, asesoré a una estudiante vía Messenger, por medio de capturas de pantalla, para que se inscribiera. La verdad no recuerdo si lo consiguió. Y muchos de ellos, por más que una y otra vez les decía: “Si pierden sus datos o no pueden ingresar, por favor no se vuelvan a inscribir; yo les recupero la información” (a pesar de que, en el formulario de ingreso, incluye la famosa opción de “¿Olvidó su contraseña?” que ningún estudiante ve y es posible que ni siquiera sepan cuál es su función); el caso es que se registraban una y otra vez; se dio incluso el caso de un estudiante que se registró seis veces, y nunca pudo ingresar.

La mayoría se registraba y a los pocos minutos me mandaban un mensaje: “Profe, se me olvidaron mi nombre de usuario y mi contraseña”. A muchos de ellos los imagino como protagonistas virtuales en el videojuego más truculento e intrincado que hayan creado los nerds que se dedican a esos menesteres: como Rambo (o, para ser más modernos, como uno de los Avengers), destruyen todas las criaturas espeluznantes que amenazan, desde galaxias lejanas, la libertad y la vida de nuestro amado planeta, superando niveles hasta llegar al 999,999 en el que se enfrentan al supervillano cuasiinvencible y que ellos, con todas sus destrezas virtuales, logran aniquilar.

O en términos más pedestres: son expertos en Tik tok, están registrados en todas las redes sociales (incluso en las que aún están por crearse), las cuales para aceptarlos como usuarios les piden hasta las perlas de la Virgen, y no son capaces de inscribirse en la plataforma.

Nuestros jóvenes de ahora son distraídos e impacientes. Les explicamos algo y a los cinco minutos ya lo olvidaron. Les mostramos información (digamos, a través de un video) y su atención se dispersa a los sesenta segundos. Esta situación trae, como consecuencia, que nuestros esfuerzos educativos resulten infructuosos, inútiles y frustrantes. Esto de las competencias (de las que ya pocos hablan) y sus estrategias permitió a muchos profesores dejar que los estudiantes hicieran todo el esfuerzo, con los resultados que todos podemos ver. Esto mismo parece orillarnos a ser superficiales y esquemáticos, a ofrecer contenidos sin sustancia y que no rebasen los treinta segundos de información.

Otra peculiaridad (que, además, traerá consecuencias a largo plazo) es que no son capaces de seguir instrucciones. Uno de esos videos que les preparé, donde les explico (luego de que no cumplieron con lo mínimo exigido, tres semanas antes del cierre del ciclo escolar) sus opciones para acreditar, planteó, por parte de ellos, esta grandiosa interrogante: “Profe, ¿qué puedo hacer para pasar?” En particular un muchacho llamó mi atención por su duda, y desde luego lo remití al video. Al final me dijo: “Profe, sigo sin entender qué debo hacer”.

Les informo (considerando a aquellos que, por la circunstancia que sea, no tienen acceso a medios electrónicos o a internet) que pueden presentarme un trabajo especial que incluya: 1) un reporte de lectura de su libro de 600 a 800 palabras; 2) Comentarios de las lecturas del curso (diez en total), de una extensión aproximada de 100 palabras; 3) un vocabulario de esas lecturas, de por lo menos 130 palabras. ¿Qué tan complicadas son estas instrucciones? Y no lo entienden. Para las características del reporte les digo: “En el primer renglón anoten el título del libro, el nombre del autor y el total de páginas del libro; en el segundo renglón, su nombre completo, semestre, grupo y turno”. “No entiendo qué debo hacer, profe”, me escribió otro estudiante. Y con todo esto, recibí un número elevado de trabajos anónimos (incluso les di las instrucciones del nombre que debía llevar el documento [su nombre de acuerdo con el registro oficial de la escuela], el formato, el tamaño y tipo de letra), la mayoría con datos incompletos y sin las referencias de grupo, lo que me obligaba a buscar en todas mis listas; mientras lo hacía, dándome de topes contra el monitor de la computadora, me decía que por qué me tomaba este trabajo, mejor los repruebo y ya. Y qué decir de los indolentes que se registraban con el apellido materno (a pesar de que una y mil veces les pedí que se registraran de acuerdo a como aparecían en las listas); era como encontrar una aguja en un pajar.

Y con todo esto, enfrentaba el problema del teléfono descompuesto. Yo daba una instrucción y la mayoría, por la pereza (o la fobia que les despierta el hecho de que aquello que tanto aman sea contaminado con el engorro de lo educativo), le preguntaba a sus compañeros que qué había dicho el profe. El resultado: que mengano dijo que fulano dijo que perengano dijo que el profe dijo y al final nadie supo qué dijo o cada quien inventó su versión de lo que el profe dijo. Recibo un mensaje: “Profe, ¿para cuándo hay que entregar el trabajo?” “Para el primero de junio”. “Ah, es que el concejal dijo que era hasta el 8”. Y lo peor, mando mensajes personales que luego están circulando por todo el grupo, cuando no es de incumbencia de la mayoría de ellos, con los chismes, las mentiras, distorsiones y exageraciones del caso.

La historia tiene aristas infinitas, pero hasta aquí llega mi paciencia porque, como se ve, es cuento de nunca acabar.

Así de intensa y profunda (pero no didáctica ni aleccionadora) es la educación en línea, que pretende aprovechar las “ventajas” de las redes sociales.


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