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Sobre el carácter

Juan Castañeda Jiménez


Desde el origen del concepto, el carácter se reconoce como una de las dos partes constituyentes de la personalidad. Se refiere a todo aquello que la persona aprende desde su fecundación. La otra parte es el temperamento, cuyo contenido corresponde a lo heredado. En la práctica el problema consiste en diferenciarlos, porque ambos se encuentran mezclados como si fueran un todo único. Freud (1984) le llamó a esa fuerza pulsión, para distinguirla del concepto instinto, que se refiere únicamente a lo heredado.


Una mirada filogenética

El ser humano cuando nace, al parecer, es imparcial respecto de su comportamiento ético: no es ni bueno ni malo (Cutler, 1999). Según su circunstancia, llegará a ser lo que su entorno cultural le condicione. En el pensamiento intelectual, en el siglo XVII existió la idea de que el hombre es por naturaleza egoísta y agresivo (“El hombre es un lobo para el hombre” de Hobbes). Posteriormente, en el siglo XVIII apareció la perspectiva de que es bueno desde su origen (“El buen salvaje” de Rousseau). Ha ido ganando terreno la idea de que al nacer es un ser imparcial y que, en la relación con los otros y su medio, va construyendo una identidad espejo de su tiempo. Esto corresponde a la idea de que el hombre es un ser producido por su tiempo. Esta idea otorga un papel pasivo al hombre respecto de su medio. Si bien eso es válido para algunos seres humanos, no lo es para todos. De hecho, la actitud pasiva frente a la vida es considerada una situación anómala por algunos pensadores (Fromm, 1964; Maslow, 2001; Rogers, 1989).

Más aceptada es la idea de que el hombre, aunque es producto de su tiempo, también es creador de sus condiciones. Fromm sostiene que el hombre no puede comprenderse desde una perspectiva hereditaria como algo ya hecho desde su origen, lo auténticamente humano es resultado de la construcción social que el hombre mismo ha desarrollado a lo largo de su evolución específicamente a partir de las posibilidades de tomar decisiones, es decir, a partir de ser capaz de libre albedrío. De hecho, lo relaciona con el pecado original que relata la Biblia; para Fromm, ese pecado consistió en apartarse de la naturaleza e iniciar el curso de su historia por una vía no prevista en los genes. El problema al que se tuvo que enfrentar después fue al hecho de experimentarse excluido de las demás especies y de la naturaleza. A este hecho le llamó separatidad, y su consecuencia es el miedo que le conmina a regresar por donde vino, pero ya no es posible y ese estado de soledad promueve temor del que se busca escapar (Fromm, 1989). La única solución real es desarrollar la capacidad de amar, sólo el amor lo reintegra a la creación. Luego, parece más real suponer que aunque el hombre es determinado por la historia, también es productor de sus condiciones, sea o no consciente de ello.

Así, el hombre, en su relación con el mundo, construye también su mundo interno como reflejo activo del mundo externo que lo rodea (De Quiroga, 1996; Vigotsky, 1995). De esta forma, la constitución individual se nutre y construye de lo que incorpora del medio pero también más tarde —a partir de la adquisición del pensamiento hipotético deductivo (Piaget, 1988)— puede modificar las condiciones externas para ajustarlas a su realidad interna. El proceso que lleva a ese ajuste de las condiciones externas a las internas también tiene el efecto de modificar la interioridad, por ello quizá sea más correcto decir que el proceso de ajuste de las condiciones externas a las interna tiene el efecto de la transformación mutua.


Una mirada ontogenética

Sabemos que al nacer el humano es totalmente vulnerable y dependiente de los cuidados de los adultos, específicamente de la madre o de quien ocupe su lugar. Todas sus necesidades son satisfechas y significadas por otros: nutrición, reconocimiento, cuidados, etc., todo depende de otros. Es imprescindible experimentarse saciado en las necesidades quizá innatas. Pero la vida ordinaria, en nuestro medio, impide que la madre esté disponible en todo momento para el bebé. Por eso, es inevitable que experimente frustraciones y también formas de afrontarlas. Estas experiencias marcan su ser y dan origen a alguna estructura de carácter cuyo efecto matiza el comportamiento posterior. La postergación o supresión de la satisfacción de necesidades va alterando los impulsos originarios que a la postre será imposible diferenciar del impulso originario.

Las experiencias reiteradas de frustración y de formas de sobrellevarlas darán lugar a un modo particular de ser. Esto es lo que se denomina carácter. El carácter constituye un modo de resolver la necesidad junto con un estilo de protección que se construye y en la adultez puede constituir una verdadera coraza caracterial, como la llamara W. Reich (1936/1997). Como coraza, puede compararse con una armadura que protege al yo del medio, que puede ser hostil. Pero también las armaduras tienen desventajas, también aíslan y bloquean impulsos originarios. Esta estructura, que hace funcionar relativamente bien a los individuos, también los limita.

Lowen, un discípulo de Reich (Lowen, 1958/2014) afirmó que la denominación de coraza caracterial es aplicable a algunas estructuras neuróticas: masoquistas y obsesivos… pero no a la personalidad sana. De hecho, descarta la existencia de una coraza caracterial en las personas sanas. De manera muy simple, Lowen sostiene que las personas sanas son impredecibles, creativas y no existe forma de saber anticipadamente su reacción ante un determinado estímulo. A diferencia del carácter neurótico, que sí es predecible porque tiende a estereotipar o estandarizar su conducta. El neurótico vive de acuerdo con rutinas o conductas que repite con frecuencia y le hacen predecible.

El lector podrá preguntarse: ¿Por qué adoptar una estructura neurótica si existe la saludable? El problema radica en que la crianza no siempre es ideal; la madre no se encuentra al alcance y, en el caso de estarlo, ella misma no está capacitada para brindar el apoyo necesario para un desarrollo saludable.

Con el fin de ilustrar lo anterior, ofreceré algunos casos. F. Dolto (Dolto, 1979, 1996, 1998, 2000) sostiene que el ser humano es un ser simbólico y, como tal, requiere reconocimiento en lenguaje materno. Ese reconocimiento es amor verbalizado. La madre, mientras atiende al hijo, debiera hablarle con cariño y plena aceptación. Por ejemplo, después de amamantarlo podría abrazarlo y palmear su espalda cariñosamente, mirarle el rostro y hablarle feliz. Todos los bebés reaccionan gustosos a la voz cariñosa de su madre. No es necesario y quizá ni conveniente hablarles chiqueado a los bebés, ni decirles bebé cuando ya no lo son. En otras palabras, hay que estar dispuestos a hablarles directo, con sencillez y verdad. Por ejemplo, su fuera adoptado no tendría que ocultársele nunca esta circunstancia. En otras palabras, la verdad, aunque algunas veces pueda ser dolorosa, siempre es mejor que cualquier mentira piadosa.

El niño debe acostumbrarse a hablar de sus penas de manera directa y tan precisa como le sea posible; sus padres debieran corregirle cuando su perspectiva es imprecisa o falsa. Los padres también deben explicar lo que está ocurriendo con lo que ven; por ejemplo, un papá lleva a su hija de año y medio sentada en sus piernas mientras viaja en camión. Mientras transitan ven un traxcavo que saca tierra de un canal y la deposita en el borde del mismo. La niña mira atenta mientras él le explica: “¿Ves cómo con la pala saca la tierra y la pone allá?” Ella asiente atenta. “El señor que está arriba es el que controla la pala de esa cosa que se llama traxcavo”, sigue el papá. Es de esta forma que el niño aprende a captar y ordenar el mundo. Un niño que carece de buena comunicación crece con más prejuicios y errores en su percepción que aquel cuyos padres le describen el mundo circundante empezando por hablar respecto de las cosas que manipula todos los días (juguetes u otros objetos).

Los padres han de estar dispuestos a escuchar al niño como un interlocutor válido, como un ser humano que desconoce muchas cosas pero es capaz de comprender mejor de lo que el adulto supone. Por ejemplo, un niño de cuatro años dice a su madre mientras lo lleva en el coche a la escuela: “Mamá, estoy enamorado de una niña que no me quiere”. La madre puede aceptar el dolor del niño como un sentimiento válido y al mismo tiempo orientarle diciendo que en la vida a veces ocurre que las personas que uno quiere no lo quieran a uno y que esos sufrimientos hay que aprender a sobrellevarlos hablando de ellos con otras personas queridas… en lugar de descalificarle con frases como: “Estás loco, a los cuatro años uno no se puede enamorar” o burlarse de lo que dice un niño con seriedad.

El niño respeta mucho a quien le concede la posibilidad de entender el mundo y entenderse a sí mismo. Este tipo de conducta comprensiva y empática hacia el niño resulta beneficiosa. En cambio, que la madre o el padre anulen al niño o no lo reconozcan produce problemas de salud a veces irreparables. Por ejemplo, se ha confirmado que en los primeros seis meses de vida es muy importante no sólo el cuidado de la madre sino, también, su ternura. Cuando por alguna razón únicamente se atienden las necesidades alimentarias y de higiene pero se deja de lado el aspecto simbólico (no se le habla con ternura ni se prodiga contacto corporal suficiente) puede perder hasta la habilidad para conectarse con el mundo y sufrir cierta clase de autismo, hiperactividad o alguna otra anomalía. En estas circunstancias al niño no le queda claro que lo quieran y él mismo tiene dificultad para quererse y querer a los demás. Si se les violenta en actos y/o palabras, se originan condiciones para patologías más graves. D. Goleman (2000) refiere que los psicópatas muestran un déficit emocional debido a que fueron violentados y no fueron comprendidos debidamente cuando eran bebés. Sus madres carecieron de empatía y ahora ellos no pueden ser empáticos con los demás y por eso causan daño a sus víctimas.

Sin duda el ingrediente más importante en la crianza es el amor. Especialmente en dos de sus formas: ternura y corrección. La ternura es parte de lo que se ha ilustrado y la corrección no se limita a regaños, sino esencialmente a la orientación sobre la forma adecuada de hacer las cosas para que salgan bien. El respeto a sí mismo y a los demás, el niño lo aprende de la forma en que él mismo ha sido respetado y de los ejemplos a su alrededor, especialmente en la familia, cómo son respetados los miembros en su núcleo familiar.

Es importante decir que el niño debe ser capaz de comprender que las normas son un recurso al servicio de objetivos específicos, pero que pueden ser cambiadas cuando ya no los producen. Esto es posible que lo entienda a partir de los 7 u 8 años, según Piaget (1988). Aparece la posibilidad de comprender la causa de la existencia de normas en lugar de subordinarse a ellas a “pie juntillas”.

Los defectos en la crianza dan lugar a las diferentes estructuras de carácter en las personas. Cuanto más sana es una sociedad, menos daño produce a los individuos que la conforman. Pero no existe la sociedad en abstracto, son los individuos los que la constituyen. Si bien el hombre es producido por las condiciones de su existencia, no es menos cierto que él mismo puede transformar sus condiciones. Ser conscientes de estas posibilidades permite tomar conciencia para aprovechar los recursos creativos que le permiten a cada uno ser autónomo y dueño de su propia vida. Ya se sabe que la sensación de controlar algo de la propia vida es lo que proporciona bienestar en la vida: alegría de vivir.


Bibliografía

Cutler, H. C. (1999). El arte de la felicidad. Dalai Lama. Un nuevo mensaje para nuestra vida cotidiana. Barcelona: Grijalbo.

De Quiroga, A. P. (1996). El proceso de constitución del mundo interno. Buenos Aires: Ediciones Cinco.

Dolto, F. (1979). Niño deseado, niño feliz. Claves para aceptar, comprender y respetar las particularidades de los hijos (quinta edición). Barcelona: Paidós.

Dolto, F. (1996). La causa de los niños. Barcelona: Paidós.

Dolto, F. (1998). ¿Cómo educar a nuestros hijos? Reflexiones sobre la comprensión y la comunicación entre padres e hijos. México: Paidós. (Trad. B. Marquis y T. del-Amo).

Dolto, F. (2000). Las etapas de la infancia. Nacimiento, alimentación, juego, escuela... Barcelona: Paidós. (Trad. T. del-Amo).

Freud, S. (1984). Moisés y la religión monoteísta, esquema de psicoanálisis y otras obras (1937-1939) (segunda. edición, volumen 23). Buenos Aires: Amorrortu Editores. (Trad. J. L. Etcheverry).

Fromm, E. (1964). Psicoanálisis de la sociedad contemporánea. Hacia una sociedad sana (sexta edición). México: Fondo de Cultura Económica.

Fromm, E. (1989). El miedo a la libertad. México: Paidós.

Goleman, D. (2000). La inteligencia emocional. México: Javier Vergara Editor. (Trad. E. Mateo).

Lowen, A. (1958/2014). El lenguaje del cuerpo. Dinámica física de la estrura del carácter. Herder, ed. Recuperado de https://itunes.apple.com/mx/book/el-lenguaje-del-cuerpo/id871101625?mt=11

Maslow, A. (2001). El hombre autorrealizado. Hacia una psicología del ser (decimocuarta edición). Barcelona: Kairós. (Trad. R. Ribé).

Piaget, J. (1988). Seis estudios de psicología. México: Planeta. (Trad. N. Petit).

Reich, W. (1936/1997). Análisis del carácter. Barcelona España: Paidós.

Rogers, C. R. (1989). El proceso de convertirse en persona. Mi técnica terapéutica. México: Paidós.

Vigotsky, L. S. (1995). Pensamiento y lenguaje. Teoría del desarrollo cultural de las funciones psíquicas. Recuperado de http://www.psicojack.com/blog/2007/07/libro-vigotsky-lev-s-pensamiento-y.html.


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