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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo VII

Al volver Antonella con el encargo, Loren se estremeció, tomó la copa entre sus manos y la besó devotamente como si con ese ósculo quisiera borrar todo agravio, luego la revisó minuciosamente pasando la luz de su lámpara por todos los contornos, enseguida la embrocó y descubrió que en el centro de la base apenas podían leerse dos palabras: “HIC EST…” La jefa de las ferromozas se reservó la traducción de esas dos sílabas, y simplemente dijo:

—Me la quedo. Por favor, todos a dormir.

Archipenko, al pasar por el primer vagón, dejó la Biblia sobre la valija de Smith y entró en la cabina de mando.

Cuando Loren se encaminó a su camarote le asaltó una duda: ¿Este no será el cáliz que fue robado hace un año de la catedral de Milán? Si es así, ¿quién lo modificó? La parte de arriba es una burda imitación de vidrio, pero la caña parece ser la original.

Loren no era ninguna ignorante en materia de la Orden del Temple. Cada vez que la cuestionaban sobre el tema respondía con erudición de causa y efecto, pues había devorado libros sobre el Santo Grial, es decir, sobre el recipiente que, según la tradición, utilizó Jesucristo en la Última Cena. Y en el que José de Arimatea habría recogido la sangre que brotó del costado de Cristo al ser traspasado por la lanza de Longinos; también solía defender con argumentos la odisea de los caballeros medievales del rey Artús que se dieron a la búsqueda del vaso sagrado. No obstante, esa noche el espíritu de Loren vacilaba como una vela en medio del mar ante la sospecha de que en el mismo tren viajaba un falso templario con facha de militar.

Loren, no pudiendo conciliar el sueño, decidió ir a visitar a Smith para aclarar sus dudas.

Para el encuentro, eligió un vestido de satín brillante color aguamarina que dejaba entrever sus adorables muslos; abrió la polvera y se pintó los labios con un rojo encendido, luego dejó que el perfume La vie est belle se estacionara en oídos y cuello, y también allí donde se bifurcan sus dos nutritivos Fujiyama.

Así, descalza, cruzó los vagones de pasajeros. No fue necesario despertar al veterano de guerra, el sutil aroma de mujer lo despertó.

Al percatarse de la presencia de Loren, Smith saltó de gusto de la poltrona. Se deshacía en mil atenciones para con la visitante que permanecía de pie, inmóvil como una diosa. Pareciera que el musculoso mongol se había reducido al servilismo de un perro de raza asiática que no cesaba de lamer los pies de su ama.

Loren, dada la urgencia que llevaba, dijo:

—Basta, Smith, agradezco tus cortesías, pero vengo a hablar seriamente contigo.

Smith, como un caballero, la tomó de la mano y le pidió que se sentara. La jefa de las ferromozas, tan pronto tomó asiento en el reposet, preguntó:

—¿Cómo te hiciste de la copa en que bebes cuando vas al bar?

—Fue una casualidad. Todo ocurrió durante la guerra en Irak. Después de que estallara un coche-bomba en un templo ortodoxo de Bagdad, yo la rescaté mientras inspeccionábamos los escombros; la envolví con un mantel que colgaba de un retablo y me la llevé. No quería que otro fuera el afortunado, pues andaría de mano en mano como una baratija. Cuando se dio por terminada nuestra presencia en Irak y regresamos a casa, llevé la copa a un amigo orfebre para que la valuara. Llegué a un acuerdo con él, en el sentido de que se quedara con la “cazuela” o media naranja del mencionado cáliz, toda de oro, y sustituyera esa parte con cristal macizo, rústico. Desde entonces tomo en ella. A dondequiera que viajo la llevo conmigo.

—¿Tenía asas?

—Sí, y también eran de oro. Se las quité porque me parecían estorbosas. Quería que su vara, con sus rubíes incrustados, luciera en todo su esplendor. Cada vez que bebo en esa copa me siento un emperador de color que liba en un triclinio.

—¿Sabías tú que esa copa podría ser una de las 30,000 réplicas del Santo Grial que hay en el mundo?

—Algo de eso me dijo el maestro platero al encontrar una inscripción en latín en la base del cáliz, pero yo no le di importancia, y menos cuando me enteré, al consultar a un templario activo, de que el verdadero Santo Grial se encuentra en la Catedral Basílica Metropolitana de Valencia, España.

—¿Eres católico, Smith?

—No profeso ninguna religión.

—Entonces tienes algo de ateo…

—Te equivocas. Soy, a mi manera, monoteísta. Creo en un Ser todopoderoso que todo lo ve y mueve, y que no es visto ni movido por otro. Su poder se manifiesta en el universo y en la Biblia, por eso la leo con frecuencia.

Loren quedó, por unos segundos, sorprendida de que un exmilitar se expresara de esa forma, luego preguntó:

—¿Crees en los santos?

—No.

—¿Entonces a quién te encomiendas?

—Soy devoto de la Santa Muerte. Cada vez que viene a visitarme le pido que se haga “de la vista gorda” y que vuelva la próxima semana, pues todavía no estoy listo para el viaje. Ella me comprende, se sienta en mi equipal, cruza sus esqueléticas piernas y me borra de la lista. Como ella es abstemia y sólo come prójimo a la tártara a toda hora, lo único que pude ofrecerle del menú del día, fue un pocillo con hierba seca y una hoja de maíz. Me sorprendió la bella Huesuda. Yo no sabía que también es vegetariana. No se hizo del rogar. Luego luego enrolló un carrujo de cannabis, y que le da unas fumadotas. Al poco rato la elegante Fumadora sintió que sus órbitas se encendían como semáforos que iban del verde al rojo. Entonces se dio cuenta de que ya era hora de ir a chingar gente. Rápido recogió su guadaña y se fue echando más humo que una locomotora de vapor.

—¡No me vaciles, Smith! En serio, ¿la has visto?

—Cada vez que muere alguien veo en él las huellas y el rostro de ella.

Dando un giro de 180 grados, Loren preguntó:

—¿Por qué los hombres se desviven por el sexo? ¿Por qué son tan inmundos?

—Es culpa de la mujer. Ella es quien nos incita a morder su manzana del pecado. Por lo que respecta a mí, yo a la única que idolatro es a ti, a tu carne que se me niega cuando estoy despierto y se me entrega cuando sueño… Hagamos esta noche lo que hicieron Adán y Eva para dejar descendencia; después de todo, tú y yo somos paganos expulsados de un paraíso.

Loren se turbó, se le puso chinita la piel, pero reprimió los impulsos del deseo exclamando:

—¡Estás loco! ¡No soy mujer fácil que se revuelca con cualquier porquerizo!

Tales palabras le cayeron en gracia a Smith, tanto, que rio con ganas y dijo:

—Ya que rechazas un rato de íntimo placer, al menos modela para una sesión de fotos.

—¡Odio a los fotógrafos!

—No temas. No vas a posar desnuda; no soy paparazzo.

Mientras decía eso, sacó de su valija una cámara fotográfica y una tela de seda que envolvía algo; al desatarla apareció ese peculiar resplandor que solamente despiden las joyas finas.

—Póntelos —pidió Smith—. Lo único que harás es dar una vuelta, así de pie, sobre el asiento del sillón. Yo me ocuparé de hacer las tomas.


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