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Don Luis

In memoriam

Luis Rico Chávez


Recuerdo el sepelio de Mamá Lupe, mi abuela, madre de mi madre, tu mujer. Al final del ritual, regresamos de Cajititlán al trajín de Guadalajara. Ya había agotado el llanto y me reincorporaba a mis asuntos cotidianos, uno de ellos alocarme con el rocanrol. Puse un disco a todo volumen. Mi madre irrumpió como una tromba y apagó el aparato con tal ímpetu que casi lo destroza. Regresó a la cocina y con el estupor y el desconcierto por su reacción escuché sus sollozos. Hasta ese momento comprendí lo que es el duelo, el intenso dolor por la pérdida de un ser tan cercano, sobre todo aquel a quien le debemos la vida.

Pedir perdón luego de tantos años no tiene sentido. Aunque ese acto irresponsable tiene una justificación: don Luis, no me enseñaste a enfrentar el duelo, ni a comportarme de acuerdo con las circunstancias. De hecho, ahora que sufro tu ausencia, hago un repaso por todas las cosas que no me enseñaste. Y algo de culpa tiene aquí mi madre, quien entonces reaccionó de esa manera tan inesperada para mí.

Pero no quiero pensar en eso, sino más bien en todo aquello que sí aprendí de ti. Y esas enseñanzas me parecen más valiosas porque nunca hubo de por medio un lenguaje solemne, el engreimiento de quien se cree superior ni sabiduría aprendida en empíreos ajenos al mundanal ruido. Fueron lecciones silenciosas, en ejemplos que se mostraban en toda su grandeza en los actos más simples y cotidianos.

Responsabilidad, trabajo honesto, respeto y una pasión intensa por la vida, abrazada con humor y de buen grado hasta el último aliento.

(El párrafo anterior por sí mismo será materia para profundos tratados filosóficos, y los leemos, con otros términos y expresados de mil maneras diversas, desde la antigüedad en todo aquello que ha ocupado los sueños, los anhelos, las vivencias de todo ser humano.)

¿Qué me enseñaste, don Luis? Nada más a ser lo que soy. La modestia, la humildad, la aceptación del otro, la diversidad, la felicidad por la vida, la capacidad para disfrutar cada momento. La lista es larga, y quienes me conocen (o me imaginan a través de estas y todas las palabras que he vertido en libros, en publicaciones periódicas y hasta en las redes sociales) sepan que lo que soy y a lo que he llegado ha sido gracias a tus mudas enseñanzas.

De tantas cosas que tengo que agradecerte la mayor es la de haberme enseñado un oficio. Gracias por darme el título de Maestro Cuchara Completa (aunque, como muchos en este país, no ejerzo la profesión en la que me titulé). Ahora, luego de más de treinta años viviendo gracias a mi sueldo como profesor, me pregunto qué sería de mi vida si me hubiera dedicado de tiempo completo al trabajo de albañilería. No estaría tan rollizo, sin duda, y mi casa habría estado terminada desde hace varios años.

Pero este oficio, para algunos modesto e incluso motivo de vergüenza, a mí me ennoblece el corazón, exalta mi espíritu y me llena de orgullo. No sólo es el trabajo físico, sino la capacidad intelectual para enfrentar y resolver problemas al momento y de manera adecuada (de otro modo, corremos el riesgo de que la construcción se caiga a pedazos). Estas exigencias de la lógica y el entendimiento me ayudaron a resolver los problemas académicos que enfrenté al obtener mi grado de doctor en literatura y lingüística, y cada día me da la capacidad para resolver las situaciones que enfrento en la institución en la que laboro y en el salón de clases, situaciones no sólo de carácter académico y profesional, sino también humano.

Y todo eso lo aprendí de ti, y por eso estoy profundamente agradecido y, por eso también, me duele tanto tu ausencia.

Pero me quedo con la última imagen de tu rostro. Te miré relajado, con los ojos cerrados, con la expresión que te descubría cuando meditabas una broma, cuando a punto estabas de hacernos blanco de tus puyas, arrancando nuestras risas y trozos de felicidad.

Como despedida, te mando estos versos:

Muros infinitos levantamos
con mezcla de sudor, cansancio
lágrimas y alegrías sin fin
cuántas habitaciones para la memoria.

Y ahora construimos juntos
nuestra última obra:
una escalera al cielo.


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