Espejos

Fanny Moreno Gutiérrez

 

 

 

La noche antes del gran día fue algo oscura. Las sombras formaban monstruos de pesadilla, en su habitación nada era lo que parecía ni tenía sentido. El sonido incesante de la lluvia la mantuvo en vilo; mientras le proporcionaba una falsa sensación de tranquilidad, no podía dormir ni permanecer despierta. Un relámpago iluminó momentáneamente la estancia, el lapso fue demasiado corto como para que volviera a sentirse a salvo pero suficientemente largo para revelarle que el monstruo jorobado de grandes garras y cabeza deforme no era otra cosa que su gabardina colgada de un perchero. Aunque no fue precisamente alivio lo que sintió al saber que ningún demonio había venido para llevarla al infierno.

Para cuando amaneció ya llevaba 5 horas en el trabajo. Entre gritos y alaridos el Zapote pasaba las horas laborales, que eran 24 al día los 7 días de la semana, una miscelánea de padecimientos distintos que al final no eran otra cosa que más de lo mismo, sufrimiento, el daño que les hicieron, el dolor que desean infligir, físico, psicológico, pena, miseria, abandono, muerte. Otros nombres, otros síntomas, la misma basura en todas las salas.

Se dirigió a su última consulta, la última y se iba a casa. Mientras caminaba hacia la familia de chinos (¿o eran japoneses?) sonrió para sus adentros, eran inmigrantes, irónicamente México era a China lo que Estados Unidos a Cuba (o cualquier otro país latino); de cualquier manera no le tomaría mucho, sólo llegaría, daría la mala noticia: “Hola, soy la doctora que atiende a su hija, quien por cierto está loca de atar.”

Por supuesto no lo hizo así, tomó su tiempo, no demasiado, sabía que sin importar cuánto les explicara no entenderían, estarían demasiado ocupados tratando de asimilarlo, al principio no podrían creerlo, de hecho era curioso, la familia de Lixue Wang y la familia de Mauricio Suárez, a pesar de las diferencias culturales, reaccionaron de forma similar: “¿Qué? ¿Qué es eso?” “Es imposible, mi hijo (a) no está loco (a)” “¡Usted está equivocada!” “¡Quiero otro doctor!” “No, no, no puede ser...” Las mismas expresiones pero otros rasgos faciales, las mismas palabras en otro acento, pero todo era igual. Confusión, sorpresa, incredulidad, vergüenza, eran los sentimientos más comunes en los familiares, sin importar qué tan unidos (o poco unidos) eran, la mayoría de las familias no soportaba la idea de ese tipo de enfermedad.

El tratamiento en sí es casi tan brutal como inefectivo. ¿Odias al mundo exterior? Bueno, de cualquier manera no lo verás por un rato. ¿Furia incontrolable? Calmantes que te dejan temporalmente cuadripléjico. ¿Problemas para relacionarte? Violaciones nocturnas de las que todos saben pero nadie hace nada… quizá porque no lo saben, no les importa lo suficiente o simplemente no lo creen, después de todo, ¿a quién se le cree más? ¿Al celador (padre de familia, empleado modelo) o a la loca que cree que es una profeta de Dios? Antes la indignaba, ahora cuenta con la ineficacia del sistema para resolver crímenes o siquiera intentarlo.

Salió del hospital en el cambio de turno y para cuando llegó a la clínica 110 ya eran las 6 de la tarde, dos horas más tarde estaba a solas con su padre; convencer a su madre y hermana que se fueran fue cuanto menos difícil pero ya estaba, era su única oportunidad. Miró alrededor para asegurarse de que nadie les prestaba atención, el resto de los pacientes terminales estaban muy ocupados en su propia agonía como para notarlo, el piso en sí tenía algo de lúgubre, un montón de cadáveres vivientes esperando a la Parca, no es precisamente una fiesta. Ni siquiera las enfermeras tenían algo de vitalidad, sólo ese aspecto de haber visto tanta muerte como para siquiera notarla caminando por los pasillos.
Sacó las cosas y miró unos segundos los frasquitos; lo que estaba haciendo era más difícil de lo que había pensado: matar a su padre. ¿Cómo pudo siquiera pensar que podría? ¿Cómo podría alguien? Es decir, ¿aún querría morir? Porque ella ya no quería matarlo, nunca quiso; en el pasado, cuando ella era una niña más preocupada por lo que había en la televisión que por otra cosa, él se lo había dicho docenas de veces cuando estaban solos: “Sé cómo voy a terminar, no quiero, si me dieran una pistola cuando todo comience me daría un tiro sin dudarlo.” Pero, ¿y si ya no era así? Muchos suicidas se arrepentían un minuto antes, un segundo, incluso después de tomarse un frasco de pastillas le suplicaban al médico de urgencias que los salvara.
¿Sabría él lo que ella estaba haciendo? Antes parecía tener un sexto sentido para los planes secretos de sus hermanas, cuando decían que iban a hacer un trabajo de la escuela y en realidad salían con algún muchacho; recordaba la cara que ponía cuando se despedían de él, como pensando: “Si te vas a largar al menos no insultes mi inteligencia.” Ella en cambio llegaba a la hora a la que tenía que llegar, no se iba con su novio ni se cubría la culpa con maquillaje al salir porque no mentía más allá de “¿que el de matemáticas no vino? Vámonos al centro, me esperan hasta las ocho.” Nunca planeaba las cosas con mucha anticipación, ni siquiera ese asesinato. Así que, ¿cómo podría salir bien? La idea la había tenido la semana anterior y sin saber siquiera cómo lo haría; había dado el primer paso dándole una bolsa de chocolates a su padre.
Sintió cómo su respiración se volvía irregular, si no la detenía no tardaría en comenzar a hiperventilar, la habitación daba vueltas, una sensación horrenda, como ser metido en una licuadora gigante, le costó concentrarse, en ese momento su mente era como un espejo roto del que no podía sacar nada claro, sólo un montón de pedazos que no servirían para arreglar la imagen.
Los cristales no se rompen como un rompecabezas, por eso los usaba como metáfora para explicar la esquizofrenia. “La meta del tratamiento no debe ser recomponer la mente, por mucho pegamento o cinta que se use, aunque se logren reunir y reacomodar todas las piezas a la perfección, el reflejo siempre se verá distorsionado, la idea es aclararlo lo suficiente como para poder peinarte”, eso era lo que debía hacer, recuperarse lo suficiente para seguir adelante con lo que tenía que hacer.
“¿Lo hago o no lo hago?” Observó su rostro fijamente buscando algún indicio de “¡no me mates!” pero no había nada, sólo esa expresión atontada de quien ya no es dueño ni de sí mismo. Pero había estado de acuerdo, por eso se comió los dulces aun sabiendo lo que eran. “Cuando estaba bien dijo que no querría esto, que deseaba morir antes de ser un inútil, ése es mi papá, no este saco de papas que no puede ni respirar solo, tal vez el miedo a la muerte lo haya hecho cambiar de opinión, pero cuando la sola idea de morir nos hace perder lo que somos, es precisamente cuando debemos dejar de respirar.” Y con ese pensamiento tomó su decisión.
Llenó la jeringa tratando de no prestar demasiada atención o se volvería loca y terminaría compartiendo habitación con Lixue. Comenzó a tararear, tomó la mano de su padre para girar sus brazos ignorando los recuerdos de las veces que hizo lo mismo al cruzar la calle, la aguja entró con facilidad, al igual que el líquido.
Ocultó toda la evidencia y esperó, no demasiado; la máquina comenzó a chillar a los pocos segundos. El sonido tenía ese ritmo de desesperación como la sirena de una ambulancia, por un segundo se preguntó si habrían elegido esos timbres por la desesperación que mostraban o los sentiríamos así por lo que representaban. Tal vez fuese el mismo principio con el llanto y el dolor, la risa y la alegría, eso es lo que nos obligaron a aprender, esa forma de mostrar nuestros sentimientos. De cualquier manera parecía ser la elección correcta.
Las enfermeras se acercaron corriendo, pero las detuvo con un gesto de la mano y un simple “está bien, ya fue suficiente”, luego se levantó y lo besó en la frente como él había hecho cientos de veces cuando era niña. Ni siquiera trató de ocultar las lágrimas negras que corrían por sus mejillas, ni el temblor de sus manos. No era necesario.
Un año después, frente a la tumba de su madre, fue consciente de que los había matado a ambos. “La tristeza es un arma tan letal como un cuerno de chivo (o una jeringa), pero más sutil.” Estaba asustada, todo había salido bien pero, ¿realmente estaba bien? No tenía problemas para dormir, al menos no más de los que tenía antes, no se sentía diferente, no se veía diferente, algunos referían que después de hacer algo malo no podían reconocerse, perdían la noción de sí mismos, pero ella no se sentía así, la persona que veía cada mañana era la misma de siempre, no había cambiado y eso más que tranquilizarla, la perturbaba enormemente.
Tomó un taxi hasta la cárcel donde debía evaluar al sospechoso de la muerte de 17 prostitutas para decidir si estaba tan loco como para no tener la culpa de sus crímenes o, en caso contrario, sólo era un hijo de su tal por cual que debía ir a prisión. En realidad lo que la policía quería era que ella les dijera: “Sí, definitivamente, ese sujeto es el asesino, ya no tienen que seguir buscando.” Nunca había conocido a un asesino más que a sí misma. No poseía la suficiente experiencia para esto. ¿Serían sus ojos fríos o como los de cualquier otra persona? ¿Se notaría a simple vista? Probablemente no, las chicas de la vida galante suelen tener buen ojo para eso y no lo notaron.
Entró en la sala tratando de pensar qué decir o qué actitud debía tomar frente a este paciente, cruzó saludos y comentarios con los otros psiquiatras reunidos, todos la miraban como un bicho raro, era la más joven de todos, como por diez años, eso sin contar el saludo efusivo que le dio su exmaestro, el mismo que la convocó a ella y al resto para el caso, estaba tan feliz de verla, seguro ella podía sacarlos de este enredo. Sí, como no.
Los demás la previnieron sobre lo que les había pasado: “No contestes sus preguntas”, “no ignores sus preguntas”, “no te hablará”, “habla demasiado”, “es escalofriante”, “no tiene nada especial”, es decir, un montón de contradicciones que los tenían confundidos. El sujeto había tardado unos minutos en averiguar lo que les resultaba irritante a cada uno y usarlo en su contra, lo cual de por sí decía mucho: “Manipulador, sabe leer expresiones y lenguaje corporal, posible psicópata”, pensó tratando de actuar como un médico calificado y no como una niña viendo El silencio de los corderos.
Había demasiados prejuicios contra los psicópatas, tal vez él no era el culpable y la policía sólo lo detuvo porque bueno, alguien así siempre encaja en el perfil de lo que está mal. Sin lazos emocionales y despiadados, los psicópatas y sociópatas eran la representación de nuestros miedos, nos aterraban porque eran lo mismo que nosotros sin humanidad ni alma, oscuros, peligros y crueles, algo corrupto, un depredador genera otro depredador.
Cuando por fin entró en la habitación con el sospechoso supo de forma inequívoca e inexplicable que él era el homicida. Lo sintió dentro de ella y supo que él lo sabía: la expresión de sorpresa en el rostro del asesino era un reflejo de la suya.