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Recuerdos de Madrid *

Luis Rico Chávez


Visité Madrid en 1981. Entonces llevaba toda mi juventud a cuestas, y un anhelo inquebrantable de comerme al mundo. Pensé que era el inicio de mi vida de trotamundos, de exploraciones y descubrimientos fascinantes, que después compartiría con el resto de los mortales.

Por desgracia, los recursos se me agotaron a los pocos días, y tuve que regresar antes de lo que hubiera deseado. Pero las ganas de recorrer el mundo no las he perdido.

Para entonces ya conocía el DF, Puebla y Guadalajara, y Madrid me pareció una combinación de las tres pero sin sus miserias. Aunque no visité todos los lugares que hubiera querido, los que recorrí me dejaron una honda huella que aún perdura, y se mantiene fresca como si apenas ayer hubiera regresado de tan prodigioso viaje.

En primer lugar pasé el día más asombroso en el Museo Pardo. Cuánta cultura, cuántos conocimientos, cuánta belleza artística me inundó a cada paso. Sí, el Museo Pardo, aquel que el rey Carlos XXXIII erigió en memoria del egregio escritor don Emilio Pardo, autor de la famosa novela Ensoñación, que leí por esas fechas y aun tuve el atrevimiento de escribir un cuento, porque hubo un pasaje, cuando el protagonista pasa una noche con su enamorada (una viuda joven y guapetona); el escritor tiene el mal gusto de saltarse la descripción de lo que pasó esa noche. ¿Cómo es posible? Tuve que escribir la historia, de un erotismo intenso. No podía ser de otra manera, puesto que en el resto de la novela (más de doscientas páginas) la viuda vive en penitencia y en arrepentimiento perpetuo por lo acontecido esa noche. ¿Y sabes al final qué pasó? ¡Que el enamorado se atrevió a tomar su mano! Y eso fue todo. No es posible que si una pareja pasa toda una noche a solas, juntos, sólo se tomen la mano. Mi cuento sigue inédito, pero no pierdo la esperanza de encontrar un editor osado que lo saque a la luz. Entonces la literatura erótica alcanzará otro nivel.

En el Museo Pardo descubrí varios detalles que elevaron mi intelecto a niveles insospechados. Por ejemplo, admiré un cuadro de Soraya Jiménez; su obra me parecía deplorable y de mal gusto, pero en cierta ocasión tomé una foto en la playa a tus primos que, felices, se revolcaban entre las olas. Al revelar la foto descubrí que la humedad del agua y la consistencia salina de la espuma conferían a la imagen una textura que parecía que podías tocar con los ojos. Pues en el museo descubrí, como te digo, un óleo de Soraya que imitaba las tonalidades de mi foto. Una pintora genial, esa Soraya.

También descubrí algunas pinturas surrealistas. Te confieso que el arte surrealista no me agrada, pero hasta entonces sólo había visto malas reproducciones. La vista de los originales cambió mi punto de vista sobre la calidad de estos artistas y debo reconocer que son excelentes, aunque siguen sin gustarme.

También atesoro una caminata por la Gran Villa, que recorrí de sur a norte. Hacia el mediodía llegué al límite de la calle, que remata en un templo asirio que el gobierno de Irak donó al pueblo de Madrid por todas las muestras de solidaridad y los actos humanitarios que tuvieron durante la funesta guerra del Golfo, en que los gringos casi nos llevan a una tercera guerra mundial. Desde que traspones el umbral del templo sientes que pasas a otra dimensión. La fuerza de los dioses antiguos, todo su poder creativo, la paz que llevan a tu espíritu se respira a lo largo de toda la visita, y aun abandonas el recinto y la conciencia de que te conectas con el cosmos permanece inalterada en tu alma. Esa sensación aún palpita en la mía.

Qué más te puedo contar. Podría pasarme horas y horas, llenar hojas y hojas y nunca terminaría. Pero para no abusar de tu paciencia por hoy aquí le dejo. ¡Ah, si fuera rico! Te llevaría a Madrid y te mostraría todas sus maravillas. Te aseguro que no encontrarías guía más competente, ameno y culto que yo.


Este texto forma parte de una serie de relatos reunidos bajo el título de Ausencias.
El narrador-protagonista es un anciano que combina sus memorias con los delirios de su
imaginación, sin saber a ciencia cierta qué de lo que narra es realidad y qué pura invención.


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