Logo

Un campeonato inconcluso

Fernando Sorrentino Argentina


1

Yo nunca había sentido curiosidad respecto de ese pequeño saurio que conocemos popularmente con el nombre de lagartija. Pero circunstancias ajenas a mis deseos me obligaron a adquirir información sobre la Tarentola mauritanica.

Tal es el nombre científico de la lagartija común, el simpático e inquieto animalito que, de vez en cuando, podemos ver correteando entre la hierba o en las ramas de los árboles o por las paredes, al tiempo que emite una especie de chillidos más bien agudos y ásperos, de esos que hacen mal a los dientes, similares al que produce la parte dura de la tiza cuando chirría en el pizarrón.

Durante los meses fríos las lagartijas hibernan, pues, al ser animales de sangre fría, no pueden controlar internamente su temperatura corporal. En cambio, cuando llega la época cálida salen de sus moradas y disfrutan del sol que necesitan para su supervivencia.

Al igual que el camaleón, poseen la facultad del mimetismo, que les permite cambiar de color para camuflarse con el entorno. Pero, mientras que el camaleón sólo logra adquirir los tonos que le brinda la naturaleza circundante, las lagartijas lo superan, y mucho, en esta aptitud: en efecto, pueden diseñar y dibujar sobre sus cuerpos cualquier figura posible y en todos los colores imaginables.


2

Después de haber vivido durante muchísimos años en distintos departamentos de la ciudad de Buenos Aires, un día helado de junio me instalé en esta casa de la localidad de Martínez. En el fondo tengo un jardín bastante amplio.

El sábado primero de septiembre encontré en el césped, pintado con rayas de cal, el dibujo de una cancha de fútbol del tamaño de tres metros por un metro y medio. En los lados menores del cuadrilátero, y ubicados en la parte posterior del área chica, se hallaban dos arcos con sus correspondientes redes.

Lejos de ser una construcción ociosa o innecesaria, en esa pequeña cancha estaba disputándose un partido de fútbol protagonizado por veintidós lagartijas.

Como se sabe, no utilizan ropas y, entonces, mal podrían vestir camisetas, pantaloncitos, medias y botines. Para distinguir un equipo del otro recurren a la ya explicada facultad del mimetismo.

En este caso, uno de los equipos lucía el color granate de Lanús, y el otro era blanco con la V azul que corresponde a Vélez Sarsfield. El arquero de Lanús había adoptado un color por completo negro, y el de Vélez había preferido uno totalmente gris.

El réferi y los jueces de línea eran amarillos desde la cabeza hasta la cola.

No faltaba mucho para finalizar el partido, pues, a los pocos minutos de estar yo allí, la lagartija réferi hizo sonar su silbato e indicó el centro del campo de juego. Ignoro cuál habrá sido el resultado, aunque, por el poco entusiasmo con que se saludaron los jugadores de ambos bandos, percibí cierto “clima de cero a cero”. Si voy a decir la verdad, no me pareció que esas lagartijas desplegaran un juego brillante: más bien me parecieron futbolistas bastante mediocres.

Como ya dije, se saludaron correcta aunque fríamente y se retiraron hacia la parte trasera del jardín, que está ocupado no sólo por un quincho y su parrilla, sino también por cierta cantidad de trastos inservibles (de los que algún día me desprenderé). Sin duda, entre tantos recovecos tienen sus moradas las lagartijas.

Por un instante llegué a preguntarme si debía destruir ese campo de juego: eliminar los arcos y borrar las líneas de cal. Pero en seguida me di cuenta de que hacerlo implicaría una maldad sin sentido: ¿por qué privar a las lagartijas de una expansión tan sana e inofensiva?

En estas ideas me hallaba cuando, de entre los trastos del quincho, surgió un nuevo contingente de lagartijas, con su terna arbitral vestida de anaranjado, dos guardavallas rojos y el resto de los jugadores distribuidos en dos conjuntos: diez de ellos lucían los colores blanco y marrón de Platense, y otros diez, los bastones azules y amarillos de… ¿de quién…? ¿Era Atlanta o era Rosario Central…?

Presencié, pues, sin mayor interés, ese partido entre el Calamar y el Canalla (¿o el Bohemio?), del que no recuerdo el resultado. Ese sábado hubo partidos sucesivos durante todo el día; cuando dejó de haber luz natural, también dejó de haber partidos.

El domingo se repitieron exactamente los mismos hechos, sólo con la diferencia de que los partidos se disputaron entre otros equipos. Vi colores archiconocidos: River, Ferro, Boca, Banfield, San Lorenzo, Tigre, Huracán, Quilmes… Por momentos me confundía: ¿Estudiantes de La Plata o Talleres de Escalada o Unión de Santa Fe…? ¿Newell’s o Colón?

Simultáneamente empecé a sentirme un poco molesto con la situación. No sólo disputan partidos los sábados y los domingos; juegan durante todos los días de la semana, desde el amanecer hasta la puesta del sol. ¿Con qué derecho —me dije— las lagartijas se han apoderado de cerca de cinco metros cuadrados de mi jardín? ¿Y, por qué, mientras juegan al fútbol, yo debo soportar sus incesantes silbidos y chirridos, tan agudos y ásperos que parecen electrizar mis dientes…?

Además, y sobre todo, me perturba el hecho de no discernir cómo funcionan esos campeonatos. Hay colores de clubes de primera división, pero también de la B, de la C, de cuadros desconocidos por completo…

No una sino muchas veces les formulé numerosas preguntas a las lagartijas: quién triunfa, quién es derrotado, qué equipos actúan, cómo se contabilizan los puntos… Pero jamás me respondieron ni me prestaron la menor atención: continuaron comunicándose entre ellas, mediante sus desagradables chirridos y silbidos.


3

El viernes siguiente comenté el caso en la oficina de El Emporio del Adoquín (de Marioni y de la Sierra Ltda.), empresa donde trabajo hace casi veinte años. Mis compañeros no me creyeron y pensaron que les estaba gastando una broma.

Indignado, los invité a que, el sábado, concurrieran a mi casa para presenciar los partidos que hubiera, aunque les advertí que no tenía modo de saber qué encuentros se jugarían.

Si bien tomando la visita con cierto tono burlón, el sábado vinieron dos compañeros: Suárez y Albertini. El destino nos deparó una circunstancia no querida.

Dio la casualidad de que jugaran Racing e Independiente. Suárez es hincha de la Academia, y Albertini, del Diablo Rojo. A pesar de ser personas pacíficas, tímidas y de buen carácter, empezaron a discutir… El diálogo fue subiendo de tono, se convirtió en insultos y, si yo no lo hubiera impedido, habría concluido con golpes de puño.

Albertini y Suárez se retiraron muy enojados entre sí y, no sé por qué, también conmigo. El lunes, ya en la oficina, dejaron de dirigirse la palabra.


4

El caso de las lagartijas futbolistas se difundió en El Emporio del Adoquín: el siguiente sábado recibí la visita de doce oficinistas. Ese número abundante me contrarió, pues no me gusta verme invadido por extraños. Afortunadamente, es posible llegar al jardín trasero por un pasillo lateral al aire libre, de modo que nadie puso pie en el interior de mi casa.

Por sus colores, el primer partido pareció ser el clásico del Bajo Belgrano, entre Excursionistas y Defensores. Y, como ninguno de estos doce espectadores resultó ser hincha de estos equipos, ni de los que jugaron a continuación, no hubo que lamentar incidentes.

La fama de las lagartijas futbolistas llegó, más temprano que tarde, a los medios de comunicación. De dos canales televisivos mandaron técnicos para filmar algunos partidos; les di permiso pero con la condición de que les estaba vedado trasmitirlos íntegramente: sólo podrían reproducir las jugadas notables: algún gol, algún penal mal sancionado, alguna infracción especialmente violenta, alguna lagartija expulsada por el réferi.

Estos fragmentos de partidos causaron sensación entre los periodistas deportivos, los políticos, los intelectuales, las estrellitas de televisión… No me sorprendió ser entrevistado por varios diarios de Buenos Aires y por las revistas Gente y Hola. Paralelamente a estos reportajes, y para que me explayase sobre el campeonato protagonizado por mis futbolistas, me convocaron al living de Luciana Miguélez y a la mesa de Cinthia Leblanc; en efecto, concurrí a ambos programas, aunque en soledad, pues ninguna lagartija aceptó acompañarme.


5

Una catarata de solicitudes se precipitó sobre mí: muchísimas personas desconocidas me pedían autorización para presenciar los partidos.

Entonces advertí las posibilidades lucrativas de las lagartijas.

Por no demasiado dinero unos albañiles del barrio construyeron, alrededor del campo de juego, un miniestadio circular de cemento, de sólo ocho peldaños de altura. Establecí que los encuentros ya no serían gratuitos: asigné un precio —bastante elevado— a las entradas y, durante muchos días, recibí grupos de hasta cincuenta personas por cada partido. Solicité licencia en la empresa. Gané una pequeña fortuna y hasta contemplé la idea de renunciar a mi empleo en El Emporio del Adoquín, para así dedicarme a explotar en mi exclusivo beneficio las habilidades futbolísticas de las lagartijas.

Como mi espíritu es más bien temeroso y conservador, no me atreví a independizarme de los socios Marioni y de la Sierra, y, por lo que sucedió más adelante, resultó una decisión acertadísima.

Ocurrió que —repitiendo y magnificando el antiguo episodio de Suárez y Albertini— empezaron a suscitarse incidentes entre los espectadores, incidentes que implicaban insultos y, a menudo, intercambios de golpes y hasta amenazas con armas blancas. Además, muchos de ellos fumaban —yo aborrezco el mero olor del cigarrillo— y algunos asistían tras haber bebido alguna copa de más.

Cuando estas turbas se retiraban, yo tenía que limpiar las gradas del estadio, hechas ahora un verdadero chiquero. Mi otrora pulcro jardín se había convertido en una suerte de basural: etiquetas de cigarrillos, envases y tapitas de gaseosas, envoltorios de caramelos, pañuelos descartables…

Toleré esas situaciones negativas durante todo octubre, todo noviembre y gran parte de diciembre. Entonces, en homenaje a mi propia salud física, mental y psicológica, el 15 de diciembre de ese año anuncié que, a partir del primero de enero del siguiente, quedaba cancelado, hasta nuevo aviso, el espectáculo de las lagartijas futbolistas.

No todos se resignaron ante el anuncio. Para hacerme rever la decisión, uno de los espectadores más fanatizados me esperó en la esquina y me propinó una trompada que me hizo sangrar la nariz. Unas noches más adelante alguien tiró piedras contra las ventanas de mi casa.

Me mantuve inflexible. Publiqué una solicitada —tan conceptuosa como prudente— en tres diarios de Buenos Aires y también en el periódico local El Juglar de San Isidro: con prosa adornada y barroca explicaba, sin decir nunca la verdad, mis motivos para que los partidos se desarrollasen sin la presencia de público.

Así y todo, cada tanto recibía amenazas anónimas por teléfono, cartas insultantes y mensajes de mail que me agraviaban de mil maneras.

Sin embargo, poco a poco las aguas fueron calmándose y pude volver a mi antigua rutina en la empresa de Marioni y de la Sierra.


6

Pero he aquí que el segundo sábado de febrero, en plena temporada del campeonato, hallé que los arcos y sus redes habían desaparecido, y tampoco existían las líneas blancas de cal que dibujaban el contorno de la cancha, el área grande, el área chica, la medialuna, el punto del penal, los ángulos del córner, el círculo central…

Desde ese día, en vano esperé que se reanudaran las actividades deportivas, en vano esperé ver, aunque sea, una sola lagartija que corretease por el césped o por el tronco de los árboles. Nunca más las vi.

No sé qué explicación darle al fenómeno. No se me ocurren muchas ideas, pero, quizá, la más plausible sea que las lagartijas constituyen una especie íntimamente vanidosa: acostumbradas a ser el centro de la atención de muchedumbres enfervorizadas, no pudieron resistir la soledad y el olvido, y prefirieron desaparecer del campo de juego, desaparecer de mi casa y, tal vez, desaparecer del mundo.

Sentado en la grada más alta del estadio, contemplo con tristeza el césped, ahora crecido y descuidado. Quizá por nostalgia, quizá por mera sensiblería, no me ha abandonado la esperanza de que, acaso cuando menos lo espere, renacerán las blancas líneas de cal, resurgirán los arcos y sus redes, y volveré a oír esos silbidos y chirridos que, en otra época, tanto me molestaban.


Jumb21

Tritonas de la lluvia

José Ángel Lizardo


Jumb22

Hay un país que me duele

Margarita Hernández Contreras


Jumb23

Si dios enviara a sus ángeles

Julio Alberto Valtierra


Jumb24

Mientras gobernaba el polvo

Veselko Koroman Croacia


Jumb25

Se despide el campeón

Fernando Zabala Argentina


Jumb26

Informar y formar

Juan Castañeda Jiménez


Jumb27

Evaluación a debate

Juan Manuel Ortega


Jumb28

Hábitos de lectura

Luis Rico Chávez