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Donde las sombras se pierden

Jennifer Lepe López


Le temía a la oscuridad, y más aún a los monstruos que en ella habitaban, aquellos que había visto en más de una ocasión escabullirse entre las sombras, siempre observándolo con premura. Los temores son tan grandes como los alimentes y Anakín, siendo apenas un niño, los alimentaba sin cesar cada vez que caía la noche.

Siempre trató de evitar la oscuridad. Anhelaba los días. La luz que inundaba el entorno lograba que se sintiera protegido, pero con el pasar de las horas, al llegar la noche, sus peores miedos lo atormentaban en pesadillas. Con Anna todo parecía más sencillo, ella solía proveerlo del valor necesario para sobrellevar aquello. Entre las tinieblas, al escuchar los gritos, el llanto y la desesperación, acudía hacia él, lo despertaba librándolo de aquellos tormentosos sueños, se sentaban juntos al borde de la cama. Para tranquilizarlo, le contaba historias, relatos surgidos espontáneamente de su imaginación, narrados de una forma tan magnífica y a la vez tan placentera que lograba hacerlo olvidar sus temores… al menos hasta la siguiente noche.

Muchas veces, al mirar su reflejo, Anakín creía encontrarse con ella: sus oscuros ojos, el tono rojizo de su cabello, inclusive aquellas pecas que se esparcían por su rostro. Había mucho de ella en él, su interminable similitud al ser gemelos hacía que pensara que ella nunca se había ido… y no lo hizo.

Aunque lo presentía, no lo supo con certeza hasta aquella noche en que la vio. Estaba ahí, sumergida en la abrupta oscuridad, observándolo sin emitir palabra alguna, su largo cabello que caía por sus hombros hasta llegar a su cintura, sus grandes y oscuros ojos, inconfundibles, que por alguna razón emanaban tristeza y dolor. No dijo nada, sencillamente al cabo de un instante se desvaneció entre las sombras. Anakín permaneció estupefacto ante lo que presenció, el miedo lo paralizó, cerró sus ojos con fuerza y se refugió entre las sábanas.

La noche siguiente logró escucharla. Era su voz, apenas un murmullo, una súplica, aquella dulce y melodiosa voz que no escuchaba hacía más de un año. No sabía cómo era posible aquello, Anna nunca regresaría, ella había muerto. Aún no era lo suficientemente mayor para entenderlo, sus padres tuvieron que explicárselo. Así como frío resultaba ser aquel traicionero invierno, frío estaba su cuerpo cuando él se despidió en un último abrazo. Creyó que jamás la escucharía de nuevo, hasta ese momento.

—Anakín —dijo su voz aún en un susurro.

—¿Anny? —preguntó el pequeño niño, dudoso ante las posibilidades.

—Ven —suplicó.

No hubo respuesta. Un silencio corto pero a la vez eterno inundó la habitación. Al cabo de unos instantes Anna habló de nuevo.

—Ven conmigo.

—No puedo ir sin mi linterna… tengo miedo —respondió al percatarse de que la voz provenía de aquel oscuro rincón de su habitación.

—Y yo no puedo acercarme a la luz, me desvanezco, no debo estar aquí mucho tiempo… Por favor, sólo… ven.

Anakín buscó el valor que necesitaba, es difícil ser valiente, más cuando toda la vida alguien tuvo que serlo por ti. Le llevó unos segundos de respiración entrecortada decidirse. Tomó su linterna apagada con fuerza entre sus manos, por precaución y para sentirse más seguro. Bajó de su cama con lentitud, paso a paso. Con una mezcla de miedo y determinación se dirigió a aquel rincón, retrocedió una que otra vez, le temblaban las piernas a tal grado que llegó a pensar que no lo sostendrían más, pero siguió adelante. El miedo lo abrumaba, pero eran más fuertes las ganas de ver a su hermana, quien lo guiaba entre susurros. Finalmente llegó y no logró verla. La oscuridad a su alrededor lo envolvía como un manto pesado, por más que lo deseara no podía ver nada.

—¿Estás aquí? —preguntó Anna.

Y aunque no podía verla, sabía que era ella, podía sentir su presencia.

—Los… monstruos… ¿no están aquí? —preguntó a su hermana con la voz temblorosa.

—Anakín, los monstruos son sólo aquello que permites que sean.

En aquel momento no comprendió lo que quería decirle y no se atrevió a preguntarlo.

—¿Anna? ¿Has regresado? ¡Mis padres dijeron que no lo harías! ¿Cómo es que estás aquí? ¿Te quedarás de nuevo conmigo? —su pregunta sonó como una súplica desesperada— Estoy muy triste sin ti.

—Yo también estoy triste sin ti —respondió Anna con profunda melancolía.

El momento de silencio que siguió le recordó a Anakín el lugar en que se encontraba. Su sombra se había perdido en la oscuridad y sus temores comenzaron a tomar forma.

—Anny, no te vayas —suplicó con desesperación—, tengo mucho miedo.

No hubo respuesta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, sintió pavor ante la idea de estar solo.

—Anny…

—Tranquilo, Anakín, no temas —escuchó la voz de Anna—, estoy aquí y aunque no siempre puedas escucharme nunca te dejaré solo.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Anna, ¿me contarías una historia?

Y así, esa noche se transformó en un acontecimiento inolvidable. Anna siempre fue una cuentacuentos asombrosa, narraba intensamente cada una de sus historias y esta no fue la excepción. Entre palabras y risas, ambos hermanos reunidos experimentaron la felicidad de una forma en la que nunca lo habían hecho. Así fue durante muchas de sus noches. Anakín esperaba con emoción sentado en su cama hasta escuchar la voz de su hermana. Cada vez le costaba menos adentrarse en la oscuridad. Llegó al punto en que prácticamente corría a su encuentro y disfrutaba de una nueva historia. Todo era como antes, y la oscuridad pasó de ser un tormento a una oportunidad para reunirse con su hermana.

Al fin, después de tanto tiempo, las cosas parecían estar bien hasta que, con el pasar de las noches, Anakín comenzó a percatarse que cada vez era más difícil escucharla, el simple roce de la cortina con la ventana o el crujir del viento hacían que la voz de su hermana se perdiera, hasta que encontrarla resultó prácticamente imposible. No logró escucharla más, le frustraba el ruido a su alrededor, pero por más silencio que hubiera no podía encontrarla, no temía más a la oscuridad, no podía hacerlo, no cuando su hermana se encontraba en ella.

Pasaron las semanas, luego meses y finalmente años. Anakín sabía que no la encontraría otra vez; sin embargo, logró comprender lo que su hermana había querido decirle aquella primera noche: “Los monstruos son sólo aquello que permites que sean”. Y siempre guardaría cariño por aquel rincón, en aquella abrupta oscuridad donde las sombras se pierden.


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