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Mi amigo don Quijote y la aventura de los gigantes

Julio Alberto Valtierra juliovaltierra@hotmail.com

Para mi hijo Diland Alejandro, que a sus casi 7 añitos
cabalgó por primera vez con Don Quijote

Querido hijo Diland, sepa vuestra merced que mi viejo amigo don Quijote se llamaba Alonso Quijano, Quijada o Quesada, aunque en verdad su nombre real no importa mucho. Lo que sí debes saber es que en su juventud estuvo flacamente enamorado de una hermosa moza llamada Aldonza Lorenzo, como tú de Denisse, pero nuestro buen amigo llegó a los 50 años solo y soltero, por lo que llevaba una vida monótona y triste.

El señor Quijano jamás había salido de su aldea, sin embargo había leído mucho, tanto que llenó su casa de libros de caballerías. Por los libros se enteró de muchas cosas (y es que aunque no lo creas, antes no existía el internet): que el mundo era muy grande, que estaba lleno de gigantes malvados, de hechiceros infames y de injusticias increíbles; que existían multitudes de pobres oprimidos, de huérfanos desvalidos y viudas extorsionadas. Pero también supo que para remedio de tantos males Dios había mandado al mundo a los caballeros andantes, paladines de la Liga de la Justicia, exterminadores de gigantes y hechiceros, defensores de los débiles y enemigos de los malvados, como los Avengers.

Un buen día, el señor Quijano decidió convertirse en caballero andante, así que limpiaría su armadura, afilaría sus armas, ensillaría su rocín y saldría al mundo en busca de aventuras para conseguir eterno nombre y grande fortuna. Y se llamó a sí mismo Don Quijote de la Mancha. Su antigua novia Aldonza, suma de todas las perfecciones para cuidar cerdos, se transformó en Dulcinea del Toboso, encarnación viviente de la verdad, el bien y la belleza

Con sus sentimientos y su imaginación, don Quijote se puso a pensar acerca de la verdad, la justicia y la libertad. Terminada su reflexión, en un libre y amoroso compromiso con la humanidad se sintió llamado a cambiar el mundo, para que los niños como tú tuvieran un mundo más justo y más hermoso.

Un día, don Quijote abandonó su aldea sobre su caballo Rocinante, que era más flaco que nuestro noble caballero; se lanzó al ancho mundo para poner en práctica su noble ideal, con la certeza de que su grande amor por la bella Dulcinea le habría de impulsar en su gigantesca tarea.

Y pronto llegaron las aventuras. Al ir cabalgando sobre el lomo de su flaco rocín por los campos de Montiel, don Quijote vio a lo lejos una pandilla de gigantes tenebrosos que agitaban sus largos brazos en el cielo de la tarde como Hulk cuando se enoja. Decidido a hacerles morder el polvo, don Quijote se ciñó el yelmo, empuñó su espada, sujetó con firmeza la rienda de Rocinante y arremetió con ímpetu contra los malvados gigantes.

Al atacar al primer gigante este le arrebató la espada de las manos. Don Quijote retrocedió unos metros, empuñó su lanza y volvió a arremeter contra los cíclopes, pero su lanza se atoró en uno de los brazos de aquellos monstruos y se rompió. Con otro de sus cuatro brazos el gigante arrojó la flaca humanidad de don Quijote contra el duro y polvoso suelo, donde nuestro pobre amigo dio con sus viejos huesos.

Don Quijote se quedó quietecito un buen rato todo maltrecho y molido; cuando dominó un poco el dolor que le mordía los huesos se levantó la visera del abollado yelmo y se dio cuenta de que por el hechizo de algún malvado mago oscuro los gigantes se habían transformado en simples molinos de viento. Y dijo: “Oh, amada Dulcinea, aquí me tienes postrado, todo quebrantado de mis cansados huesos, vencido por terribles gigantes que mis malvados enemigos han mutado en inofensivos molinos. Pero sepa vuestra merced que dedico mi derrota a vuestra hermosura y que no habrá gigante ni molino que puedan apartarme de la gloria que también dedicaré a mi bella dama”.

Fue entonces cuando don Quijote sintió la necesidad de ser armado caballero oficialmente y de someterse a las leyes de caballería. También se dio cuenta de que necesitaba tener un escudero para que le ayudase en tan desafortunados lances. Se acordó de su amigo Sancho Panza y decidió que le pediría que fuera su escudero...

Pero, querido hijo, esa historia te la contaré otro día, hoy ya es tarde y mañana tienes que despertarte muy temprano para que festejemos tu séptimo cumpleaños.

Viernes 4 de febrero, 2005

Mi amigo don Quijote cabalga de nuevo

Ayer me preguntaste por primera vez, hijito mío, quién era ese señor tan flaquito como un fideo que aparecía luchando contra gigantes más altos que un molino de viento en las páginas de mi libro polvoriento.

Mira, querido Diland, lo que yo sé te lo cuento:

Hace muchos años, en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no puedo acordarme, conocí a un caballero andante llamado don Quijote y a su fiel escudero Sancho Panza.

Cuando lo conocí me dijo: “Don Quijote soy, y mi profesión la de andante caballería. Son mis leyes el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía, y busco para mi propia gloria la senda más angosta y difícil. ¿Es eso, de tonto y mentecato?”

Fíjate que don Quijote, que ya estaba un poco viejito pues tenía cincuenta años, era un señor enjuto de rostro y seco de carnes, más alto y flaco que dos escobas juntas, pero era fuerte, gran madrugador y amante de leer libros de caballería, y leyó tantos que al paso de los años se le secaron los sesos y se volvió medio loco, o a lo mejor no, porque una vez me dijo: “Mira, amigo Julio, querer cambiar el mundo no es locura ni utopía sino un acto de justicia”. Y eso me hizo recordar lo que una vez me dijo otro amigo, el poeta Gibran Jalil Gibran: “Todos estamos locos, porque no estar loco es una manera de estar loco”.

Don Quijote usaba una barbita de chivo, como la de Gerardo, tu tío padrino, y vestía una armadura más reluciente que la de los Caballeros del Zodiaco. La espada y la lanza eran sus armas preferidas para combatir dragones y pelear contra gigantes. Y montaba un caballo, llamado Rocinante, que estaba más flaco que un perro que se alimenta de lentejas de lunes a viernes.

Su fiel escudero Sancho Panza, que era algo así como su secretario, su sirviente o como el Robin de Batman, para que me entiendas mejor, estaba un poco gordo porque sólo le gustaba comer bolsas de papas con refresco de manzana y no se terminaba sus verduras; también era un poco tonto ya que no sabía leer ni escribir porque nunca quiso ir a la escuela, y además no le gustaba bañarse. Pero a pesar de todo Sancho Panza era un buen sirviente y tenía un burro más orejón que Pinocho cuando se porta mal.

Sin embargo, don Quijote y Sancho Panza eran muy buenos, tan buenos que me adoptaron como amigo y juntos, ambos tres, nos fuimos a recorrer el mundo en busca de aventuras, para desfacer entuertos, para luchar contra dragones y gigantes y rescatar princesas cautivas... pero esa es una historia que otro día te contaré completita...

Hoy sólo quiero que sepas, hijo mío, que algunas veces, cuando te has dormido, en esas noches que hay pena llena, mi amigo don Quijote, ese fraterno fantasma tan empecinado con seguir maravillándome desde la luminosa cueva de su libro polvoriento, se aparece como si fuera un duende, medio juglar y medio loco, para jugar con tu padre y conversar un poco.

¡Ah, si tú pudieras verlo, hijito mío!, vestido con su sencilla elegancia fantasmera en esas noches en que el Caballero de la Triste Figura me visita: en una capa ligera hecha con plumas de torcaza sus hombros arrebuja; su armadura está hecha de pedazos de luna para protegerlo de los encantamientos de brujas y hechiceros; la camisa es del color de claveles encendidos para abrigar los cascabeles de su voz; su sombrero es de metal para que no se le salgan los sesos cuando pelea contra gigantes o molinos; y sus zapatos, muy de peregrino, no son zapatos sino dos caminos.

¿Que dónde anda ahora? Hijo mío, qué sé yo. Según lo que él mismo me ha contado, parece que vive trepado en lomos de su caballo Rocinante, y que este como un carrusel lo lleva a cualquier parte. Tal vez por eso don Quijote es un poquito travieso, como tú; y como yo, un cachito triste.

Su voz, hijo mío, es una pícara campana iluminada con luz del otro lado de la luna. Y don Quijote habla, habla y habla, habla con su voz de siete gritos, pero habla siempre con ese humilde modo de quien tiene por sabio en la garganta dos ojitos que han visto ya del hombre todo, todo. Su voz, te diría, parece un claro estanque en donde nacen los peces de las cosas que no fueron todavía y también de aquellas cosas que ya fueron.

En esas noches de pena llena en que me visita, durante horas don Quijote desgrana las cuentas de sus aventuras dedicadas a su reina Dulcinea, después, al alba ya, a las seis en punto, cuando me levanto a prender el bóiler para que te bañes y vayas limpiecito a la escuela, don Quijote se me va. Y en su forma melancólica de irse se adivina un cacho de ese duende tan muchacho que entiende de un asunto muy sumamente serio que es morirse.

Ayer me preguntaste, hijito mío, por primera vez, quién era ese señor tan flaquito como un fideo que aparecía luchando contra gigantes más altos que un molino de viento en las páginas de mi libro polvoriento.

Y entonces te conté cuanto sabía... Pero hoy, mirándote, pensándote, abrazándote, besándote, hijo mío, sé un poco más.

Diland, sé que algún día tus hijos, y los hijos de tus hijos, lo mismo que tú preguntarán: “Papá, ¿quién es ese señor tan flaquito como un fideo que aparece luchando contra gigantes más altos que un molino de viento en las páginas de tu libro polvoriento?”

Y sé que entonces, hijo mío, tu voz, como una caliente zafra de ecos de la mía, inexorablemente contestará: “Mira hijo, lo que yo sé te lo cuento...”

“Ese hombre más alto y flaco que dos escobas juntas es mi buen amigo don Quijote de la Mancha, y mi padre y yo, en muchas noches de luna llena, nos fuimos con él a recorrer el mundo en busca de aventuras a lomos de un caballo flaco llamado Rocinante, para luchar contra dragones y gigantes...”

Sábado 5 de febrero, 2005


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