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Relojes muertos o el tiempo de la locura

Luis Rico Chávez

La lectura es un código de complicidad. Elegir un libro y seguir sus vicisitudes hasta la última línea implica aceptar las reglas del juego literario establecidas por su autor. Siempre hay personajes, circunstancias, atmósferas que, con un guiño sutil, nos conducen palabra a palabra hasta involucrarnos en su luminosidad o en una turbia oscuridad que (paradojas del lenguaje) también tiene la virtud de iluminar el fragmento de la realidad que reconstruye y evoca.

Relojes muertos, de la narradora madrileña Eva María Medina Moreno, me sumergió en un laberinto a la vez tenebrista y luminoso que reafirmó mi convicción de que los rostros de la realidad son múltiples, y para desentrañarlos se requiere de más de una atalaya de observación, una de las cuales es la de la locura.

Recorrer las páginas de la novela e ir descendiendo paso a paso por la pendiente imperceptible de la locura me sumergía en un estado mórbido que me llevaba a transitar por zonas desconocidas de la realidad y, como el personaje, a la imposibilidad de distinguir entre las calles, los objetos y las personas que existían en el exterior y aquellas que solo existían en mi cabeza. En este laberinto que llamamos vida, ¿cuántas veces no enfrentamos la imposibilidad de saber dónde nos hallamos, hacia dónde vamos?

Seguir los pasos del personaje me permitía deambular por calles soleadas, en contraste con la oscuridad que, como una carcoma lenta e inexorable, iba consumiendo su conciencia y conduciéndolo con cada pensamiento y con cada incertidumbre al abismo de la locura, donde también el tiempo pierde su sustancia y se transforma en otro objeto vacío, muerto.

La certeza (otra paradoja, pues su sustento es la incertidumbre) de estar vivo, de pertenecer a un universo cotidiano, nos trae la convicción de que todos los actos, sobre todo los más nimios y superficiales, son una corroboración de que nuestra única forma de estar en el mundo es ese intercambio incierto entre el yo y los otros, el yo y el amor, el yo y la realidad, un intercambio que, sin embargo, más que permitirnos aferrarnos a la existencia nos conduce a un sinsentido cuyo corolario inevitable es la locura.

Eso es la existencia: un deseo irrefrenable de pertenecer a los otros, al mundo, como una reafirmación de la vitalidad que, inevitablemente, nos consume y nos destruye.

Al final de la lectura de Relojes muertos Eva Medina te ha convertido en su cómplice literario y el lector ha aceptado el juego.


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