Julián

Andrea Robles Moreno

 

 

 

Jueves. Las horas frías y rápidas, de qué le servía ya cerrar sus ojos. Comienza la rutina, antes de las siete ya tenía que estar preparada, con sus gorditas al comal, más de veinte años vendiendo en aquel tianguis. Ella, su cabello negro azabache, recogido en dos trenzas largas, su falda y su rebozo limpios, cuatro hijos, cinco nietos, una abuela muy amorosa, seguro, como todas. Hace ya varios días el insomnio se volvió parte de su vida, y en su cabeza gira la pregunta monótona e insistente: ¿Por qué a él?
—Doña, ¿está Julián?
—No, se fue a la escuela.
—¡Neta!, no me acordaba. ¿Y a qué hora llega?
—A las siete, pero no va a salir a la calle.
—Chales, ¿y por qué no? Ocupo hacer unos bisnes con él.
—No, porque el sábado llegó bien borracho y drogado.
—¡Ja ja ja! Nel, yo no le di de esa madre.
—¿Quién fue, Pancho? ¡Tú sabes, dime!
—Pos sí sé quién se la dio, pero si le digo, me madrean. Entonces qué, ¿lo va a dejar salir?
—No, y no es no. ¡¿Me escuchaste?!
—Simón, adiós doña, me saluda al Julián.
—¡Tarde otra vez, señor! Al parecer usted no comprende el término puntualidad. Con este ya van seis retardos, uno más y se queda sin derecho a ordinario. ¡Siéntese rápido! Y usted, señorita Susana, me sorprende, nunca había llegado tarde. ¿Ve lo que pasa cuando se junta con vagos como éste? Siéntese y que no vuelva a pasar.
Comienza la clase.
Saca su agenda y apunta el número de la señora.
—Entonces, señora, mañana me habla para confirmar, yo hago unos shows bien padres, todos sus invitados se divertirán.
—Sí señor, yo le marco.
Se despide.
Su máscara oculta su dolor, es el héroe de las fiestas, pero mentiroso, fingir que es feliz es olvidarse por un momento de su vida y ser parte de la de ellos; su peluca de colores, al igual que su traje, sus zapatos grandes, muy grandes, esa nariz roja. Sí, Jorge es un payaso, un payaso mentiroso.
Cursi, esa es la palabra. Desde que conoció a aquel muchacho todo es color rosa. Susana, dieciséis años, una joven dedicada al estudio, una buena hija.
La mañana, fresca, tan similar a la de ayer.
Se detiene, ella se sube, la cuarta parte de su vida está en el camión, piensa, piensa, se ve en el espejo, se rasca la mejilla, piensa otra vez, escucha música, mira por la ventana, le sonríe.
—Hola.
—¿Qué onda? ¿Es temprano?
—Sí.
— ¿Puedo?
—Sí, pero no creo que te guste de esta música…
Se bajan, comienzan sus clases.
Tarde, las ocho de la noche, todo por quedarse a ver a ese muchacho.
Felipe, ojos verdes, alto, bien parecido, desde hace una semana conoce a Susana, jamás la había visto, pero tiene curiosidad por saber qué hay más allá de sus ojos, con esa mirada triste pero que dice “te quiero”, de su sonrisa hermosa aunque sea forzada, qué hay más allá de su cuerpo minúsculo, de su sentido del humor confuso, pero inexplicablemente no se atreve ni a decirle un “hola, ¿cómo estás?” Ellos ya han estado cerca, reflejados en las pupilas del otro, con la lengua engrapada al paladar como si hablar fuera un pecado, con la piel erizada y con esa sonrisa estúpida que sólo tienen los enamorados.
Julián, un chico distraído, buen amigo, buen nieto, desde sus seis años vive con su abuela Lupita, sus papás, de ilegales en Estados Unidos, no recuerda sus rostros, no recuerda nada de ellos, pero, ¿para qué?, qué más da si él los recuerda, si ellos no lo recuerdan a él. Jamás ha recibido una carta, ni llamada, ni dinero. Hace tiempo comenzó a beber en la oscuridad de las calles, para no sentir dolor.
Se detiene, se sube, se detiene de nuevo y sube él.
—Hola.
—Hola. ¿Por qué tan tarde? ¿Lo viste?
—¿A quién?
— A Felipe, el güey que me contaste.
—Ah, sí.
— Y tú, ¿por qué tan tarde?
—Es que me quedé con unos compas.
—¡Julián, ya no tomes!
— Ah, déjame.
—No te enojes, pero, ¿qué ganas con eso, eh?
Julián, apenado, baja la cabeza. Silencio.
Susana ama a su padre como a nadie más, son fuertes cuando están juntos. Él trabaja duro para ella, su pequeña, el único tesoro que le queda, los dos la extrañan mucho, pero ya no está, una bala perdida le quitó la vida, ahora vive, sin vivir.
—¿Papá?
—¡Acá en el cuarto!
—¿Cómo te fue?
— Bien, hija, hoy tuve una fiesta, con unos niños muy risueños.
—Qué bueno, papá, descansa, yo me preparo la cena.
—Dios mío, protégemelo por favor. ¿Dónde estará ese muchacho?
Tocan a la puerta y doña Lupita abre preocupada.
—Doña, véngase rápido, el Julián se desmayó.
—¡Ay, no! ¿Dónde?
—En la unidad, dicen que se metió de las más fuertes…
—¡Julián, mijo, despierta, despierta! Pancho, ayúdame a cargarlo hasta la casa.