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Sin alas

José Luis Temores Flores


Nací. El lugar era turbio, oscuro. Luché por salir; poco a poco, con mi débil pico, sentí cómo algo se resquebrajaba y pude ver a través de unas pequeñas grietas. Estaba atrapado, sabía que tenía que salir. Escuché voces mientras continuaba hacia la cima, hasta que un destello de luz encandiló mis ojos. Un gran e inmenso círculo brillante me deslumbraba. Mis hermanos aguardaban mi llegada, pero al verme el desprecio apareció en sus rostros. No era como ellos: no tenía alas.

“¿Qué me paso? ¿Qué hice mal? ¿Por qué yo?” Esas preguntas pasaban por mi cabeza cuando mi madre, antes de dar mi primer canto, se deshizo de mí. Sentí sus garras tomarme y tirarme fuera de aquel que consideré mi hogar. Su enorme sombra cubrió la primera cosa bella que vi en este mundo. En un parpadeo aquella luz se desvaneció tan rápido como llegó a mí.

Oscuridad. Desperté y ante mis ojos aparecieron unas grandes tiras verdes; a lo lejos escuché risas. ¿Mis hermanos?, pensé, pero no eran ellos. Observé a unos gigantes jugando con una especie de círculo, pero no desprendía la luz que recordaba. Volví a mirar mis extremidades: no era un sueño, en realidad no tenía alas. Avancé temblando de frío, entre objetos espléndidos que aparecían ante mis ojos. Es una tierra de gigantes, me repetí al ver aquellos extraños seres. Caminé entre aquellas tiras delgadas y verdes y escalé una roca. Entonces dos gigantes se acercaron a mí; al parecer decían algo, pero no los entendía, traté de saludarlos y uno de ellos me tomó entre sus manos; eran tan cálidas.

Me llevó a un maravilloso lugar; mi cuerpo quería lanzarse a volar, pero antes de intentarlo recordé que no podía. El gigante que me tenía entre sus manos me llevó a recorrer cada rincón y al final me depositó en una especie de mansión en la cual había comida preparada. La palabra “mamá” era perfecta para describir a ese gigante. Llené mi estómago en cuanto me dejó entrar a mi hogar y enseguida me dispuse a dormir.

Desperté. Volví a ver a mi mamá, aunque su cara estaba muy arrugada hoy, no la recordaba así. Salimos al parque donde me encontraron por primera vez. Al pasar junto a aquel árbol mi vista lo evadió. Nos sentamos en una de las bancas, cerca de la fuente.

—Mamá, te ves cansada —le dije, pero ella seguía mirando al frente; después de mucho insistir, al parecer me escuchó y me tomó en su mano; la vi y sonreí; continué: — Hoy mamá me encontró otra vez —me miraba con ojos cristalinos y, de repente, sentí cómo su mano perdió fuerzas y me dejó caer. De cara al cielo, volví a ver aquel círculo brillante; parpadeé y descubrí a mi madre en el momento en que me lanzaba del que pensé que era mi hogar. La sombra de sus alas cubría la cosa más bella que vi en este mundo. Mi frágil cuerpo impactó en el suelo.


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