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Cuentos

Rubén Hernández Hernández


...y el vivo al gozo II (el ajuar)

Cuando la contempló debajo del cristalito rectangular del ataúd, pensó que a Teresa, su vecina, le quedaría como confeccionado a su medida el ajuar de bodas de la recién fallecida.


...y el vivo al gozo III (la cita)

La señora (esposo en féretro, al lado) aparentaba condolida quejas a la vida y a la muerte frente a sus contertulios. En un momento en que advertí que me miraba de reojo, aproveché para mostrarle, cual ofidio, la diestra movilidad de mi lengua.

Sin que nadie lo advirtiera ella a su vez me mostró su larga, fina y sonrosada lengua, accionándola también con eficiencia. Sólo restaba fijar el día y la hora.


Biscocho en cuatro tiempos

I

Hasta hace poco mi conocimiento de la repostería era nulo. Difícilmente distinguía una concha de un cortadillo. No obstante, a la fecha me encuentro convertido en un auténtico erudito en la materia. Ahora puedo jactarme ante propios y extraños de que aun por el único indicio que proporcionan el aroma y el tostado o viceversa, establezco una diferenciación precisa entre un polvorón y la más sofisticada campechana.

Ante la estupefacción nada mejor que la racional explicación, lo digo por la sonrisa ambigua y sardónica que el lector dejó entrever desde las primeras líneas del texto. Anticipo que la aclaración del porqué de mi conocimiento de la panadería mexicana le podrá resultar de cualquier manera desconcertante, pero lugar común al canto, la realidad supera a la ficción: yo estaba enamorado.

Comparto con usted el disgusto, pues no estoy ni con mucho sorprendido de mi capacidad para internarme en la confusión y perderme en gratuitas digresiones; dicho esto, prosigo. Yo atravesaba a destiempo (¡ah, Leduc!) por un episodio existencial que otro cualquiera debía haber vivido sana y oportunamente en la adolescencia. Bueno, mi mujer y los ocho hijos procreados tenían escasa relación con el amor pasional y reflejaban el cumplimiento cabal de una vocación de mexicano de cepa, cuya premisa social imponía el ser padre de más de cuatro.

Pero si lo que interesa es cómo mi pretendido o real enamoramiento (¿quién puede acreditar si un enamorado lo está o sólo lo imagina?) derivó en mi sapiencia de la repostería o viceversa, diré que, por principio, reacio a toda actitud que subvierta de una u otra forma la ortodoxia moral, sentía que mi incipiente pasión, de llevarse a sus últimas consecuencias, resultaría un desacato que acarrearía sobre mí toda la repulsa, frecuentemente sin freno, de la sociedad.

Mi familia sería estigmatizada y qué decir de mis hijos, quienes desde su tierna infancia alimentarían traumáticas experiencias al ser rechazados por sus amiguitos a quienes les sería aconsejado por sensatos padres “no juntarse” con los engendros de tal padre, o sea yo.

¿Cómo explicaría a mis vástagos que los papás de sus amiguitos eran simples envidiosos de una aventura sentimental de la que se sabían excluidos para siempre?


II

Carmela, la adolescente hija del panadero, ayudaba en las noches a despachar el pan en bolsitas de plástico, que en honor a doña Carmela madre y a Carmela hija, don Gustavo había hecho decorar en verde con la pomposa leyenda de “Panadería Carmela Fina Repostería para los paladares exigentes” (sic).

Carmela “chica” –como se refería a ella don Gustavo–, previa selección hecha por el cliente, se encargaba de acomodar las piezas de pan en las bolsas descritas.

Esa tarea, simple como era, Carmela la revestía de sorprendente plasticidad, tanto por la manera como sus manos tomaban (acariciaban) cada concha, cemita o cortadillo, como por la sutileza con la que ordenaba las piezas, tan prodigiosamente que puestas a la mesa se manifestaban sin ápice de deterioro, como si mano alguna las hubiese jamás tocado.

De Carmela me atraían sobre todo sus ojos, que por la longitud de sus pestañas y la vehemencia de sus parpadeos, parecían mariposas aleteando excitadas (¿sexualmente?).

Doña Carmela cobraba mientras yo, para prolongar mi permanencia en el local, preguntaba y afirmaba cosas tales como: “¿Qué tal van las ventas doña/...Sí, sí, ya no se puede trabajar con esos impuestos.../Sí, sí. No, sí.”

Y de esa manera, rozando apenas la superficie, tocaba el tema de mi principal interés: “Carmela debe ser muy aplicada... Sí, aún es muy chica para tener novio...”

En fin, todo un catálogo de sandeces que desde mi perspectiva quedaba justificado cuando Carmela, al escuchar el diálogo entre su madre y yo, me miraba y sonreía: sonrisa tenue que me constituía en el depositario de toda la ternura que en el mundo ha sido.

Los minutos transcurrían, la clientela se desesperaba porque doña Carmela, la cajera, se desentendía del cobro hasta que alguien se atrevía a violentar el tono de la exigencia: “Tengo prisa y hambre, doña, ¿le pago o no le pago?” Pero el reclamo no llegaba a mayores y como el viejo dormía para recuperar las energías de la velada y como el negocio hasta parecía prosperar, nunca se enteró de las dilaciones en que incurría su cajera con la clientela. Hasta entonces doña Carmela recuperaba la noción y sitial de cajera. Se apenaba o fingía apenarse. Lo digo por la fugaz rubefacción que el colorete potenciaba en sus mejillas regordetas; tomaba el dinero con displicencia, daba cambios y cuando por fin los cinco o seis clientes salían, me pedía disculpas por la interrupción y buscaba proseguir la charla (parloteo) que ya a las 9:30 de la noche me resultaba estéril y gratuita, pues Carmela a esa hora daba las buenas noches y se deslizaba hacia la recámara, separada apenas por una cortina de tela, desde donde al poco rato se difuminaba una luz azulosa y voces de histriones lamentables. Había dado principio la telenovela preferida de Carmela, “Los ricos también lloran”.

Aparecía la sirvienta de la familia y tomaba el relevo para despachar el pan, en tanto yo dejaba errar morosamente el pensamiento recordando con delectación el rostro y el cuerpo de Carmela, porque también había un cuerpo de frágil apariencia y, no obstante, de sinuosidades firmes, incitantes y excitantes.

Y qué decir de su fragancia: emanaba esencias frutales dignas de saborearse despaciosamente. Era pues un biscocho suave y suculento: bocato di cardinale, dirían los antiguos.

Pero la muchacha tenía dieciséis años, yo usaba gafas, el pelo comenzaba a escasearme y mi barriga era cada vez más prominente.

En el barrio se me consideraba un sujeto digno y respetable. Sin embargo, Carmela era el lúbrico sueño de un sátiro desfalleciente, canoso y verde.

Religiosamente establecí un horario para ir por el pan (vieja astucia para que alguien se acostumbre a una presencia). Carmela estaba siempre tras el mostrador con su blusa blanca, impoluta. Su radiante sonrisa hacía lujosa la triste barraca que servía de expendio de pan.

Según yo, elaboré minuciosamente una serie de claves que hicieran patente a Carmela los sentimientos que abrigaba hacia ella. ¿Lo entendería? Pensé en las frases más sugerentes e insinuantes que los anémicos elogios a lo bien que lucía... a lo trabajadora, a lo mujercita que era, a la lindura de sus ojos.

Era difícil precisar si esos semipiropos le causaban algún efecto. Etérea, apenas si respondía con un gracias, algunos monosílabos y la infaltable, misteriosa y lumínica sonrisa muy a lo Gioconda.

Me resultaba imperativo urdir un lenguaje cifrado y efectivo para que Carmela conociera de una vez por todas las pasiones que en mí despertaba su sola presencia.


III

En estas cavilaciones me encontraba aquellos días cuando mi mujer, percibiendo que el engranaje de mis rutinarios hábitos evidenciaba notorios desafueros al volver del pan, se propuso acompañarme a la “Panadería Carmela”.

Al pescar ahí alguna mirada conturbada por el deseo y el tono meloso y melódico con el que me dirigía a Carmela, mi esposa me prohibió ir al pan. No se piense en una restricción terminante, sino a guisa de amable sugerencia más bien humillante, mi mujer insinuó que dada mi precaria salud, el salir en la noche por el pan acentuaba mi sinusitis y agravaría mi insomnio crónico y, en consecuencia, mi perenne estrés que a la larga podría acarrearme funestos resultados. Habló de infartos y embolias. Como ignorando que yo apenas había rebasado muy felizmente los cuarenta años.

Opuse, como era de esperarse, enconada resistencia a sus desconsiderados argumentos. No había razón de verdadero peso para no ir de noche por el pan.

Impuse mi enamorada voluntad por dos o tres días más. Mi mujer primero pareció enardecerse al punto del colapso, luego parece que lo pensó mejor (la manutención de ocho hijos le merecía reflexiones conyugales más dilatadas), y alzó los hombros fingiendo desdén. Al final cedió. Yo iba chiflando por el pan.


IV

Pero una noche al regresar a casa de la oficina, entro al comedor a beber una cervecita y veo el pan en la mesa, acomodado en la bolsa verde de plástico. Derrota momentánea, me dije, casi me increpé a mí mismo, derrota momentánea. Me sorprendí hablando solo. Mis dos hijos mayorcitos pensaron que hablaba de fútbol. “Pero si ganaron las Chivas, papá.”

Me propuse llegar a casa más temprano. El pan ya se encontraba sobre la mesa y ni siquiera lo protegía la bolsa de plástico con el verde nombre de Carmela, dulce por todos los costados.

A la siguiente noche lo mismo. Y así toda una semana. De nada sirvieron mis intempestivas salidas de la oficina tres cuartos de hora antes de lo normal: el pan ya se encontraba invariablemente sobre la mesa cuando yo llegaba. Una reclamación a mi mujer hubiera resultado absurda y a la vez confirmatoria de sus vagas sospechas.

Un sábado por la noche, cuando me anticipaba el placer de ver otra vez a Carmela, pues parecía que nadie se acordaba del pan, mi esposa, argumentando que engordábamos ostensiblemente, descartó de nuestra dieta el pan dulce.

Mientras rompía la envoltura de celofán del paquete que me pareció un minúsculo y transparente catafalco, rotulado con el nombre de una empresa alimenticia trasnacional, dijo con aire de insoportable certeza que el pan de trigo integral sin azúcar era mejor.

Para aumentar mi desconsuelo, un día que encontré a las dos Carmelas, la señora, no Carmela, me dijo con respiración entrecortada y entornando coquetamente sus ojos con bolsitas de gordura en los párpados, lo extrañamos tanto, tanto.


Jumb12

balada para un tirano

Antonio Neri Tello


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A Judith

Paulina García González


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Familia

Rolando Revagliatti Argentina


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De vuelta a casa

Luis Rico Chávez


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Intermediario

Ana Romano Argentina


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El ciborg

Juan Manuel Ruiz García


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Diálogos

Fernando Sorrentino Argentina