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Al otro lado del agua

Rubén Cárdenas M.

A la memoria de los que, como Claudia Patricia Gómez González,
guatemalteca asesinada por la patrulla fronteriza americana al
defenderse con una piedra, perdieron las ilusiones en la tierra.
A los patrulleros y gobernantes hdp corruptos latinoamericanos.

Corrió sin detenerse, miró sobre su hombro y en el siguiente instante se descubrió tendida; inmóvil sobre el candente polvorín de la tarde en la que trataba de escapar. Jadeante, atrapada en un cuerpo aún caliente, sudoroso, con olor a sol, a piel quemada, a un largo viaje, yacía Daniela sobre otra tierra.

—¿Porque le disparastes? ¡Le distes en la cabeza! ¡Cobarde!

Algunos días atrás, Daniela decidió dejar Guadalajara. Vivía en el barrio de Analco, en una vecindad de vidrios incompletos, esquinas sucias y puertas oxidadas, en donde el piso agrietado de cemento tenía todavía las huellas secas de la escoba vieja con la que lo decoraron. Como en toda vecindad, se compartían los rasgos y humores más humanos, lo más atávico de puerta en puerta, entre carcajadas. Los gritos y peleas ajenas, dramas y alegrías de propios y de extraños eran parte del folklore local.

Pasó su infancia corriendo por las calles empedradas del barrio antiguo, en San Sebastián. La plaza cívica fue su lugar preferido para los juegos infantiles y después, no hacía mucho tiempo atrás, para los punzantes encuentros de la adolescencia. Al patio de los Ángeles acudía cuando buscaba silencio, algo de tranquilidad dentro del tradicional bullicio inevitable de la barriada.

Algunos días paseaba con su padre por la plaza. Al caminar por la estatua de Cuauhtémoc su padre le contaba historias que, según el abuelo, eran reales, habían sido transmitidas de generación en generación, y pertenecían a sus antepasados. El abuelo, quien le aseguró siempre a su padre ser descendientes de tecuexes, le contó que ellos vivían en esas tierras mucho antes de la llegada de los españoles. Que el suelo sobre el que se movían había sido trabajado por ellos muchos soles antes de la ocupación conversora. Que ese era su suelo bravo, cerca del río, justo al otro lado del San Juan de Dios.

Le contó sobre las grandes migraciones de cocas y tarascos a Xalisco. Varios grupos de hermanos ixachi tlakah (indígenas) llegaron a los señoríos tecuexes huyendo de los españoles. Los aztecas ya habían sido dominados.

—Nuestro pueblo resistió muy poco. Nos convertimos en guardianes de los evangelizadores. Y aquí seguimos, junto con los tlacapiltic (criollos). Pero tú eres mi siuapili tecuexe (princesa tecuexe).

Ella se sintió siempre orgullosa de las palabras del abuelo y de su padre, aunque también sabía que por injusto que pudiera ser, su origen le haría más fácil fracasar que prosperar en su propia tierra.

En los momentos de más necesidad para ella y su familia, las historias tomaban su exacto lugar. El presente aplastaba cualquier fantasía del pasado, y su visión de la vida se marcaba ante las profundas carencias cotidianas.

Pero las historias de su padre la hacían reflexionar sobre cómo, hace poco menos de 500 años, su gente huía de la violencia de otros grupos hermanos y después de los invasores. Y ahora sabía de comunidades que vivían lo mismo. Personas que escapaban de la violencia o eran parte de ella. Su país, de sur a norte, está tomado por gobernantes corruptos, más salvajes que cualquier teopixke (sacerdote) o guerrero sanguinario que la memoria indígena pudiera recordar.

Su país es saqueado por falsos hombres en camisas blancas, rodeados de armas y blindaje. Sus gobernantes modernos parecen provenir de otros mundos, en donde la trascendencia existe sólo a través del escándalo, de la degradación de los más necesitados, del ultraje y el cinismo. En donde inexplicablemente llegan a acabar con la misma tierra en donde crecerán sus hijos. Son criollos y no huicholes, coras, tecos, nahuas, wixárikas o mexicas; y sin embargo aquí nacieron, es en este suelo en donde crecieron, al que devastan por codicia y miseria del alma.

Hace centenas de años, los indígenas emigraron huyendo de los grandes señoríos y los virreinatos españoles, para evitar el pago de tributos injustos o sólo por salvar la vida. Las cosas no han cambiado. Ahora pagamos tributo a gobernantes corruptos del país, del estado, de los municipios, para ver desde lejos cómo los modernos tlatoanis, enviciados, adictos al dinero y al poder, llevan una vida de opulencia, sin honrar ya no a las castas guerreras del pasado, ni a sus familias, sino al exceso y a la abundancia personal, mucho menos a las carencias y penurias que el hambre de los hijos deja, día a día, en el corazón de las madres en pobreza extrema.

Ahora, indígenas y criollos migran juntos para huir del pago de tributo a grupos de criminales organizados, otros, diferentes a los del gobierno. Son desplazados de los lugares en los que nacieron y en los que descansan sus antepasados, para no ser extorsionados o secuestrados por funcionarios, policías o delincuentes. Para salvar la vida, para no estar en la lista de los desaparecidos. Pueblo depredando al pueblo, antropofagia social.

En una tierra en donde sólo es necesario que la casualidad te encuentre o la suerte te abandone para que seas testigo de la ausencia cotidiana de justicia. En el país de Daniela, cuando sales a buscar un mejor lugar para vivir o trabajar, no eres refugiado, eres ilegal.

Pero Daniela creció, y aunque sus sueños eran cortos, quería salir, caminar, correr con pasos grandes. Sabía de Lupita, su amiga de la infancia, que se había ido con el Moncho. Los dos se pasaron de mojados al otro lado. La noticias que tenía es que por lo menos estaban bien.

Daniela salió temprano, hacia donde estaba Lupita. Subió al tren más grande, trepó a la bestia tragahombres. Se despidió del barrio, acomodó la nostalgia en la mochila, justo al lado de la estampa que guardaba la esperanza. Se despidió de los suyos, de la pobreza acostumbrada, del peligro de la esquina y de la vecindad. Bajo el sol ardiente transitó por otras tierras. Transpiró el dolor de tener que irse. Se tragó los testimonios de otros. Brincó las trampas y los troncos triturados del camino. Los témpanos de tierra seca, saboreó la sed y el hambre.

A lo lejos miraba la tierra transformada. Caminó entre los mezquites y cruzó. Cuando tuvo que correr, corrió, se agachó y se defendió. Y al otro lado del agua se volvió a escuchar:

—¿Porque le disparastes a la muchacha? ¡Ella sólo te tiró una piedra!


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