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Cotidianas
Que siga la mata dando

Margarita Hernández Contreras

Mmmh, es rico casi a cualquier hora. Desde que tengo conciencia forma parte de mi vida. Es una costumbre diaria. Y con las tantas opciones, características de la vida moderna, dispongo de varias maneras para disfrutarlo y, créame, recurro a todas: negro, con azúcar, con azúcar y crema, con leche vaporosa y espumosa, concentrado en la “greca” o de sofisticada maquinita, licuado, frío, con hielo, con chocolate, con canela y bueno, párele de contar.

Así es el café: aromático, reconfortante, energizante, amargo o dulce dependiendo del momento. Yo casi siempre encuentro motivo para un cafecito: para empezar el día, para un “alevántate-mujer” a mitad de la jornada, porque me aburro, cuando estoy sola, cuando cae la lluvia desde un cielo encapotado, cuando la plática con los amigos se pone sabrosa, como el postre perfecto de la comida, si me pongo nostálgica, si estoy triste, cuando escribo, leo o veo la tele.

Me encanta normalito. Si lo acompaño con una trufa de chocolate oscuro, lo bebo negro. Con el desayuno del sábado, azucarado. Después del mediodía, un Frappuccino con chispitas de chocolate es el postre ideal. En las tardes del fin de semana un exprés preparado en la “greca” que me regaló la amiga Tere para beberlo como lo hacen en su isla, según me cuenta, “a la puertorriqueña”: con una cascarita de limón verde.

El café es aportación que el mundo musulmán hizo a la humanidad. La planta del café es originaria de la antigua Etiopía (República de Yemen), sin embargo, no se sabe exactamente el origen del café, aunque se cuentan varias leyendas. La más simpática nos habla del pastor Kaldi, cuyas cabras de repente se pusieron alegres, inquietas y llenas de energía. Naturalmente, esto intrigó a Kaldi y descubrió que las cabras comían las cerezas rojas de un arbusto verdinegro —un cafeto— y que al poco rato se ponían de lo más juguetonas.

Kaldi decidió probar las cerezas de la misteriosa planta y ¡zas!, también él sintió esa inyección de alegría y bienestar.

Kaldi compartió su descubrimiento inexplicable con el prior de un convento cercano que comprobó en su propio cuerpo los efectos de las desconocidas bayas. Cuando accidentalmente algunas de las cerezas cayeron al fuego el aroma que despedían los granos era embriagador y penetrante. Así, poco a poco fueron experimentando y perfeccionando la bebida.

El prior llamó aquella bebida gahwa, término que fue derivando en la palabra café que conocemos. La bebida hasta fue considerada medicinal a partir del siglo IX.

Secreto guardado celosamente en el mundo musulmán, no fue hasta el siglo XV que el café llegó a Europa, convirtiéndose en el furor del momento. Según esto, parece que la primera taza de café se bebió en Venecia en 1615.

En la actualidad la mayor parte del café se produce en el continente americano, planta que llegó a nosotros vía los franceses en el siglo XVIII.

Así que a todos aquellos que hicieron posible la proliferación del café —desde las cabras y Kaldi, el prior, los europeos y los intrépidos hombres que lo trajeron hasta mi continente (que, de paso, de nuevo no tenía nada)—, les digo alzando inspirada mi tacita de exprés: muchas gracias y que siga la mata dando.


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