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Los locos no van al cielo

Martha Eugenia Colunga Bernal

El viento ululaba a sus anchas por los amplios dormitorios, los consultorios y los quirófanos del centenario edificio del manicomio abandonado. Las arañas, en un vano intento por detener el libre tránsito de los espíritus del dolor y el medio, tejían densas telarañas entre las aristas de los ventanales rotos y los restos de las puertas destrozadas.

Los cadáveres de dos ratas yacían electrocutados al lado de los cables de la mesa de electrochoques, mientras que otras más se empeñaban en encontrar algunas gotas dentro de las gruesas mangueras que antaño disparaban potentes chorros de agua helada sobre los internos.

El óxido y el moho se multiplicaban sobre los restos de cadenas y grilletes que aún colgaban de algunas paredes, en tanto que las cucarachas hacían lo propio entre los últimos jirones de pestilentes colchones.

Todos los días, durante los últimos años, un pedazo de papel amarillento ha sido llevado por el viento diurno de sala en sala, orinado por los gatos residentes, roído por las ratas, mojado por las tormentas vespertinas. Sin embargo, una vez pasada la media noche, el papel parece cobrar vida y rejuvenecer; se anima con voluntad propia y regresa a su lugar de origen: el destruido escritorio de la Dirección General del Hospital. Una vez ahí empieza a recobrar sus líneas y colores y poco a poco las letras y números retoman la nitidez original.

Para cuando los primeros rayos del sol tocan el papel este presume, orgulloso por unos momentos, el nombre completo de un paciente maniaco-depresivo y la rúbrica del doctor que ordenó la realización de una lobotomía... pero justo antes de que reinicie su diario ritual de autodestrucción, aparece un misterioso líquido color ocre, con la apariencia de una mezcla de lágrimas, saliva y sangre, que con cuidadosa caligrafía imprime a lo largo de la hoja un lacónico mensaje: “Díganle a Ratzinger que se equivocó… el limbo sí existe”.


Jumb9

Ezra

Fátima Molgora