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Tu partida, José María

Margarita Hernández Contreras

Te escribo este último email a sabiendas de que ya falleciste. Lo primero que le dije a uno de tus hijos es que estaba enojada contigo: cuando la primera vez que te enfermaste te escribí diciéndote que no se valía que te murieras antes que yo y con la misma confianza/broma respondiste “Jajaja. Me vienen bien tus palabras, Margarita. Haré lo posible, te lo garantizo”.

Y después ya en tu agonía te dije que ya íbamos a verte, que nos esperaras, que aguantaras, me quedé con la confianza de que me escuchaste y que, como siempre, me tomarías en cuenta. Lo pensé con esta ciega confianza de más de tres décadas de amistad. Y pinche Pulido, no me esperaste para despedirme de ti. (Ya se me aguaron los ojos.)

Cuando llegué a tu velorio, no pude aproximarme a tu féretro para ver tu cuerpo. Temí la experiencia de confirmar tu palidez inhumana, el recogimiento de tu cuerpo cuando a veces lo que hacías era abultar tu barriga incipiente para reírnos de que ya no eras aquel chavo flaquito de los 80 cuando te conocí.

Me senté y platiqué un rato con Isabel; me abracé a tus hijos y no estabas tú. Me sorprendieron su entereza y su temple; la habilidad de Alejandro para bromear, de Isabel para hablarme de tus últimos días y del dulce Sebastián que me dejó abrazarlo sin quebrarse. Los tres fueron admirables, Pulido. Puedes seguir orgulloso.

Conocí a una de tus hermanas. Enseguida supo quién era yo. Vi las caras de algunas sobrinas y a uno de tus sobrinos que cuando le dije que se parecía un poco a ti me dijo “pues venimos de la misma vara”.

La funeraria parecía florería, eran tantas flores con su olor dulzón de muerte.

Me quedó claro de que eras una celebridad. Cosa que yo tardé en aceptar porque esa identidad en mi mente te alejaba de mí. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que te pensabas parado en pedestal? ¿Y que con el primer tropiezo profesional volteaste a ver el mentado pedestal y te diste cuenta de que estabas trepado en vil caja de zapatos? Con eso me conformaba yo cuando sabía que eras tan conocido. Te confieso que eso no siempre me gustó. Pero intuía que bien adentro seguro te gustaba (aunque no lo admitieras) porque si no, seguro habrías encontrado el modo de evitarlo.

Yo siempre esperaba a mi Pípulis, aquel joven chistosísimo, lleno de alegría, de bromas y de ocurrencias; súper generoso, de afilada inteligencia y talentoso y, por su desempeño profesional, supongo que ambicioso. En mi experiencia eras muy hermético, pero qué leal. Me hacía enojar que no hablaras de ninguna estabilidad sentimental; me hacía rabiar que te hicieras el interesante (uy-uy-uy).

La única constante emocional siempre fue Isabel. No había viaje que no hicieras a Dallas donde la prioridad no fuera encontrar un regalo para Isabel y tus hijos; luego tu familia. En un viaje que hicimos de Dallas a Houston en mi carrito para pasar el fin de semana con Caballero, recuerdo que durante las cuatro horas de camino te soltaste contándome confidencias. Me sentí privilegiada de saber los nombres de mujeres que fueron significativas en tu vida, aunque todas transitorias. Como dije, Isabel era tu única constante.

Y ahora, Pulido, ¿qué hago yo con tu ausencia? Nuestros diciembres se han vaciado. Ya no vendrás con aquel “ya llegué” con el que deshacías el silencio de los meses y la cortedad de tus emails. Y retomábamos nuestra relación como si me hubiera tomado un café contigo el día anterior. Y llegabas con cosas de mi ciudad, con los decires, con las tortas de Amparo, la música, los libros y mis esculturas de gorditos y gorditas de la ciudad compartida y nos hacías reír de todo y por todo. ¿Ahora qué hago con esta ausencia? ¿Con qué carajos lleno esta oquedad?

Ay, querido Pípulis, cómo me dueles,

Margarita


Jumb40

José María Pulido, nos vemos

Raúl Caballero García


Jumb41

Cuento inédito

Luis Rico Chávez