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Nivel de cumplimiento: 100

Luis Rico Chávez

Fin de semana. Otoño

Me sentí más que satisfecho: mi labor de terrorismo rindió frutos. Observaba embelesado la lista, un café humeante a un lado. Fin de semana, sin el estrés de aguantar el fragor cotidiano de la escuela. Un trago al café y nueva ojeada a la lista. No había error: de los cincuenta estudiantes, solo tres me quedaron a deber trabajos.

El ciclo llevaba un cincuenta por ciento de avance, así que el semestre prometía. Repasaba una y otra vez momentos como éste, en el pasado, y no recordaba un rendimiento del 94%. A lo más que había llegado, si mi memoria no me engañaba, era a un 70, 80% de cumplimiento.

No me sacaba de la cabeza que la razón de tan elevada cifra (en mi evaluación idealizada equivalía a un nivel de cumplimiento del cien por ciento) se debía al grado de atosigamiento y presión a que sometí a mis alumnos: con cara de profesor abrumado por las deudas, en fin de quincena, les exigía que entregaran los trabajos; los llamaba de manera individual y ante mi escritorio (ponían jeta da de niños compungidos y que reciben estoicos el regaño), les pintaba el negro panoraba que los aguardaba a final del semestre de no cumplir con mis exigencias: “Lee, redacta, toma notas, busca palabras en el diccionario, explica, explica, explica”.

Otro trago al café me hizo reparar en este cuadro: anteriormente mi actitud había sido otra, algo así como la de un profe titular, que se lleva la vida relajada, que llega al salón y les habla a los muchachos en tono mesurado, paternalista, no se preocupen, mañana me entregan la tarea, el examen lo dejamos para la siguiente semana, todos tienen asistencia... lo que daba como resultado que les caía bien a mis alumnos, pero se relajaban a tal grado de que su rendimiento bajaba.

Me atraganté con el café: de ser el profe simpático me convertía en el ogro que ellos suelen odiar. ¡Pero cumplen!, me decía una vocecilla que quería romper mis escrúpulos. Disyuntiva peligrosa: capataz con látigo que eleva el rendimiento y la producción, o papi halagador que complace y los hace felices sin forzarlos a asumir sus responsabilidades. Apuré el café, mi decisión estaba tomada: que me odien.

Invierno. Fin del semestre

Y me odiaron. Ahora, además de la lista (sin café, porque me sabe amargo), tengo ante mis ojos la hoja de evaluación de mis alumnos: pésimo. Aunque en el rubro que dice: “Nivel de exigencia” pusieron la máxima calificación.

Y la lista no miente. El nivel de cumplimiento de los estudiantes se mantuvo en el 94% (que para mi mente idealista, insisto, equivale al cien por ciento). Aplauso a los números, ¿no?

Sin embargo, hay otro detalle: acabo de revisar los trabajos finales y ni el diez por ciento cumplió con el mínimo de los requisitos solicitados, ni siquiera lo externo y más obvio: la portada con sus datos, la organización de la información, la inclusión de un índice y del material bibliográfico consultado. Ya no quiero considerar la redacción y mucho menos la ortografía.

¿Qué les pasa a estos muchachos que llevan más de diez años de su vida perdidos en las aulas? Descubro con amargura (sin café) que lo único que han podido enseñarles los profesores de educación básica (y ellos dejarse enseñar) ha sido a cumplir.

Pero si una máquina barredora, por poner un ejemplo, recoge la basura, cumple su cometido. Si una lavadora limpia la ropa, cumple; si un vehículo me transporta hasta mi destino, cumple. ¿Qué mérito hay en ello? ¿De qué sirve que los estudiantes aprendan a cumplir, si no aprenden a aprender?

Como debe ser, al final del semestre no hay certezas, solo incertidumbres, dudas, retos a vencer el próximo semestre (a menos que me saque la lotería, que me herede una parienta millonaria y desconocida o que me ofrezcan por fin el trabajo como investigador en Oxford, Cambridge o la Complutense) pero con el agobio de saber que lucho contra inercias de años, contra vicios inveterados, contra mañas mal habidas y fomentadas por un sistema al que no le importa la educación, lo cual no se palia (como lo creí ingenuamente al principio) con un nivel de cumplimiento de cien.


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