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Peripecia

¡Ay nanita, aquí está el posdrama!

Jorge Fábregas

Parece que hoy en día el teatro está dividido en dos bandos: los dramáticos y los posdramáticos. Hay quien lo está asumiendo como algo personal para iniciar una especie de guerra de baja intensidad entre bandos.

El milenario teatro dramático se ha dedicado a complacer de múltiples maneras al público: arma fábulas con todo tipo de conflictos que crean ficciones atractivas, a las que sazona con reiteraciones (a cargo del coro, narradores y escenas de recuerdo) para que no pierda la trama; con tensiones, nudos y suspensos, para mantenerlo atento; con unidad, jerarquía y síntesis, para que su atención no se pierda; con la poderosa herramienta del diálogo o de la narración para que aquello se parezca a la vida. Y a la hora de la representación, el teatro dramático se ha encargado de sentar a su público en sillones cada vez más cómodos, con un aparato escénico de tramoya, iluminación y telones, para que la mirada no divague, sino que esté bien dirigida a donde se comprenderá mejor el mensaje. Se le presentan actores que han estudiado lo suficiente como para representar en escena personajes complejos con sentimientos a flor de piel; actores que ponen atención a la dicción, al volumen, al control corporal y al entrenamiento muscular, con todos los matices y variaciones posibles para interpretar bien a los caracteres. Y para complacer más al espectador, el teatro dramático también tiene directores que clarifican las premisas y profundizan en ellas, para darle el ritmo y el tono pertinentes a las puestas, para coordinar todo el aparato escénico al servicio del concepto integral de la suma de conjuntos.

Y aunque se ha llegado a límites de abyección para complacer al público, que se pueden ver en algunos programas de televisión, algunas películas y algunas obras teatrales, el drama se ha mantenido vivo y sano. A muchos nos gusta que nos cuenten bien una historia. Así que el drama no es sinónimo de tramas y resoluciones simplonas y trilladas, cabe eso, claro, pero también, la intrincada y fina profundidad de anécdotas bien respaldadas por los elementos escénicos.

Pero en el arte no hay puntos de vista únicos. ¿Quién puede atreverse a monopolizar la dirección de las miradas, la percepción y el entendimiento?

Hans-Thies Lehmann recopila las características del posdrama en su libro Teatro posdramático, que no es estrictamente un movimiento de vanguardia, pero que por su “novedad”, repercusión y por rebasar algunos límites de lo que se considera como drama, bien se le puede clasificar como tal.

El posdrama se parece a mucho de lo que hacían en el Living theatre, y al teatro “cero” de Tadeusz Kantor, así que estamos hablando de una forma de hacer teatro que data de hace más de cuarenta años. Y si rastreamos sus orígenes, podremos irnos mucho más atrás, y tal vez encontraríamos su gen verdadero en las artes plásticas, en la poética de Marcel Duchamp y su rechazo al arte complaciente, bonito y bien hecho, con su ready made.

Si el drama ha tratado de complacer al público, el posdrama tiene otra actitud: la del autor, el artista que, antes de preocuparse por su espectador, se preocupa por su propia obra y por sí mismo como artista. ¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?, se preguntaba Duchamp; todo dependerá de la percepción de quien la realiza y de quien contempla; una obra que es considerada como excelsa por el creador y los expertos, tal vez no sea entendida ni signifique nada para muchas personas, o viceversa: una obra abominada por los expertos en arte puede atraer a un espectador de tal forma que la considere excelsa.

La comida de autor, por ejemplo, intenta complacer al comensal, pero el chef-artista fija sus límites, pídele salsa cátsup para condimentar el platillo que puso en tu mesa y no te la va a dar. Habrá quien disfrute su creación tal como está y habrá quien preferiría echarse unos tacos, y eso no le va a importar al chef, quien pensará que no tienes el paladar suficientemente educado como para merecer su arte.

El posdrama también es una postura ante el poder que ha representado el drama (en muchas épocas al servicio y auspicio de príncipes poderosos).

El posdrama bien podría ser llamado “contradrama”, porque reniega contra la mayor parte de los elementos que hacen una obra dramáticamente atractiva; de hecho, pareciera que surge de todo aquello que un maestro de drama tradicional consideraría como incorrecto: es posible que no haya acción, ni conflicto claro, así que hay que olvidarse de los suspensos, las revelaciones, las peripecias, el clímax y la catarsis; no veremos en escena grandes actuaciones, de esas donde hay matices sicológicos en el personaje, porque el actor posdramático es más bien un performer que ofrece su cuerpo en escena, muy parecido a lo que cualquier persona del público podría desempeñar. Probablemente veremos una saturación de conceptos y elementos, pero sin jerarquía, es decir, la mirada del público podrá detenerse en la luz, en un cuerpo, en alguna imagen, y no importará, porque ninguna tendrá más importancia que otro. No ignora al espectador, le quiere llegar por otro lado; se trata de provocar un efecto en el público a partir de una experiencia no dramática, algo parecido a lo que un turista siente cuando forma parte de una ceremonia extraña de algún culto que desconoce. Además, el posdrama seguramente no se efectuará en un edificio teatral con sillones mullidos, sino en cualquier otro lugar que sirva para convocar personas. Y seguirá siendo teatro, sí, pero antidramático.

Definitivamente un pez crudo difícil de comer, pero que sí es comestible, y que puede ser del agrado de quien se permite a sí mismo entrar en el juego que le proponen. No busca conmover, ni divertir, se vive como una experiencia.

Luchar contra el poder otorga poder: el verdadero peligro del posdrama

Tengamos cuidado con quienes declaran: “Este es el verdadero teatro y así se debe hacer el teatro”. A lo largo de la historia quien ha asumido esa postura (sobre el teatro o cualquier arte), como lo señala Enrique Serna en su libro Genealogía de la soberbia intelectual, lo único que persiguen es el poder porque, casualmente, cuando alguien dice que cierto tipo de arte es lo que realmente vale, es porque está defendiendo lo que hace él mismo y sus cuates; lo que después se traducirá (si hablamos de teatro) en concursos ganados, cursos pagados, nombramientos para ser jurado de muestras y congresos, dinero para sus montajes y, de pilón, algunos viajes con desayuno incluido.

Hoy en día hay quien honestamente está intentando hacer su arte en el campo del posdrama y de la escena expandida, pero, como en todo movimiento de vanguardia, existen grupos de poder que persiguen el presupuesto y hay toda una legión de artistas, periodistas y funcionarios de cultura que, medio informados o no, se tienen que subir al camión del posdrama para que no los deje. Como ha pasado con el drama y con cualquier arte, la moda es redituable.

Si hay algo qué temer del posdrama es, paradójicamente, el poder que sus seguidores persiguen. Sostener que el drama, con todo lo que trae consigo, fábula, ficción, tensión, acción, es ya un arte viejo, es una postura de poder de quien hace posdrama, porque quiere que le den la beca a él y no a quien osa hacer una composición con el clavicordio dramático.

La estructura aparentemente democrática en la forma de producción del posdrama puede en muchos casos darle al “artista”, al autor principal, un rol algo tiranesco frente a las personas que intervienen en la presentación, porque como cada elemento pierde el peso que tiene en el drama, hay un solo creador que es el que mueve cuerpos y piezas; ni el texto (si lo hay), ni el actor-performer son importantes, lo que vale es el movimiento de las piezas que hace el artista líder, tal como ocurre con las instalaciones de arte contemporáneo.

Los funcionarios, promotores, gestores y artistas progres que seleccionan y premian propuestas de teatro posdramático, simplemente por ser propuestas de algo que parece nuevo, por encima del drama, sin importar la calidad y originalidad de uno u otro, están cayendo en la trampa del poder de aquellos iluminados que declaran que todo lo que no sea lo que mis cuates y yo hacemos, no sirve.

¿Cómo calificar y criticar a un teatro que no persigue los elementos que tradicionalmente servían como referencia (conflicto, unidad, jerarquía, acción, etc.) y en el cual sus creadores antes de pensar en el público tienen el punto de vista de satisfacerse a sí mismos con su obra, porque precisamente el arte no se cuestiona? Hay buenos y malos dramas, por lo tanto, ¿hay buenos y malos trabajos posdramáticos?

La respuesta a esas preguntas me parece que está en la originalidad, en no repetirse, en no copiarle la propuesta a otro, en encontrar en esa libertad algo nuevo que presentar; porque, parece paradójico, pero la vanguardia termina por agotarse a sí misma cuando se constriñe en sus propios cánones. Hay que ver algunas propuestas autodenominadas como de teatro posdramático para entenderlo: muchos no salen de videograbar las acciones y mostrar las imágenes en tiempo real, de tener una pantalla con imágenes inconexas, de hablar sobre su proceso de creación, de decir discursos planos sin emoción sobre diversas cosas técnicas. No está mal para ver todo aquello en una ocasión, pero si en cada puesta se hace lo mismo, no solo uno podrá calificar aquello de aburrido (aunque no les importe a los posdramáticos), sino también de basar su arte en la copia (y eso sí que le arde a cualquier artista).

El aire fresco de las vanguardias

Parafraseando a Jorge Luis Borges al referirse a sus poemas que fueron catalogados en el movimiento de vanguardia llamado ultraísmo: podemos decir que las vanguardias por sí mismas no sobreviven mucho tiempo, que el arte en sí no será otro arte a partir de las vanguardias, pero sí que le darán oxígeno. Las vanguardias orean lo que ya huele a rancio, y abren puertas.

Habrá quien se quede haciendo posdrama puro de acuerdo a sus cánones (si es que eso existe), está bien, y si es original, mejor, seguro habrá alguien que le agrade la ortodoxia del contradrama. Pero lo que sí es un hecho es que el posdrama y la escena expandida le están dando nuevos aires al teatro en cada uno de sus elementos, los actores, directores, autores pueden seguir haciendo drama refrescando lo suyito con algunas características del posdrama, y viceversa, a muchas presentaciones de la escena expandida les vendría muy bien condimentarse con un poco de drama. Viva el apareamiento, viva el mestizaje, ni modo que exista hoy en día el drama puro, ni modo que hoy en día exista el posdrama puro.

Hay una veta maravillosa de creación, presentación y representación en la bendita posibilidad de lo híbrido.

Traición al drama y traición al posdrama. Habrá quien defienda su coto, yo prefiero el ayuntamiento, y no solo entre el drama con el posdrama, sino también con otras artes, entrarle al teatro también partiendo de la vanguardia de la poesía, del ensayo, de la novela.

¿Para qué hacer una guerra si nos complementamos?

Lehman escribe que “el futuro le pertenece a aquellas artes que, en su forma y contenido, logren presentarse como una respuesta auténtica para su propio tiempo [...] así como tener el valor para arriesgarse a través de percepciones y formas completamente nuevas”.

Estamos de acuerdo.


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