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La danza de los cangrejos

Alejandro Olivo

1

Máximo llevaba hora y media en el agua y no había ola buena que hubiera dejado escapar. Su condición física de pargo joven había sido trabajada desde hacía varios años ola tras ola. Como buen surfista desde lejos adivinaba, bien hacia la izquierda o hacia la derecha, las olas que valía la pena correr. Era su mar, donde había crecido.

Desde la playa una hilera de palmas de coco lo miraba, y más allá lo tenían también al alcance de su mirada los cerros con la magnífica vegetación y las casas de los gringos adinerados detenidas sobre la ladera.

Esta vez, aunque las olas no tenían tanta fuerza, estaba practicando algunas maniobras que consistían en montar por instantes la cresta de la ola con la tabla atravesada, bajar, volver a subir y rematar con un revés el muro de agua que en diagonal comenzaba a desaparecer cuando iba aproximándose a la playa.

La bruma marina del amanecer estaba empezando a disiparse, de manera que dejaba ver mejor a los pescadores y a los vacacionistas que desde temprano habían bajado a la playa; los primeros a levantar las redes que habían tendido desde la tarde anterior, y los segundos a trotar y a respirar la terapéutica brisa.

La rompiente traía un estruendo convertido en poema en los oídos de los consagrados al mar. Los pelícanos planeaban próximos a las olas en busca de las sardinas, y los cangrejos, echando siempre los ojos por delante, empezaban a emerger en el ámbito de la mañana.

Algunos surfistas lo tomaban como referente para señalar el tipo de surfeo que deseaban alcanzar. Como explosivo y a la vez dotado de un control admirable, había sido definido su estilo por una de las pocas revistas de surfing que por esa época llegaban a aquel sitio en la costa.

Se parecía poco a los abuelos que siguiendo a la Hacienda del Coco habían fundado el pueblo. Se trataba de una compañía que en aquella costa virgen sembraba y explotaba palmas para la extracción de aceite, y que se valía de hombres llegados de diferentes partes de la serranía para cortar y procesar el producto que era distribuido a diferentes lugares de la región y empleado entonces de tantas diferentes maneras por los consumidores.

Los abuelos eran morenos, de cabello grueso y quebrado, con calcos en la cara de algún grupo étnico de la sierra, de estatura más bien baja, con el vientre prominente pero enjuto el resto del cuerpo, y llevaban sombrero, pantalones de tergal en colores oscuros, camisas de algodón sin botonar, y usaban botas o huaraches de cuero raso. Algunos todavía recordaban palabras y frases sueltas de una lengua que no era el castellano y en la que habían sido criados.

Pero Máximo se parecía más bien a los gringos, que andaban por todas partes con los cabellos largos y despeinados por el viento dulce de la costa, metidos en sus shorts caqui, camisetas de algodón con estampados de cualquier figura y sandalias de hule con asas de nylon. Era la época en que le había tocado vivir, ahora que el pueblo se promocionaba como sitio ideal para vacacionar en el ambiente tradicional de la costa.

Los abuelos, siempre reticentes a los cambios que había traído consigo la modernidad, se espantaban de ver a los hombres con el cabello crecido hasta los hombros y a las mujeres escotadas enseñando más de la cuenta, e incómodos corrían a adentrarse en el monte para limpiar la maleza de sus parcelas y seguir cultivando el frijol y el maíz que los mantenía, y cuidar las cuatro o cinco reses que todavía les quedaban, antes de que el poder del dinero de las empresas de turismo les comprara a precios de risa los terrenos en los que al pie de las parotas, las higueras y las ceibas milenarias, habían enamorado a las abuelas y colgado columpios con cuerdas de esparto para el divertimento de los hijos. Era la época en que todavía podía observarse el vuelo cromático de las guacamayas, la impavidez de los tapacaminos sobre los senderos al caer la tarde, la danza de los cangrejos regresando a los estuarios, el astado y paso sigiloso de los venados, las huellas con rumbo desconocido de los jabalíes y hasta la imponente figura del jaguar cuando descendía de los montes atraído por el hambre y el olor de las reses que estaban pariendo a las terneras.

2

También Clarinda lo estaba observando desde la playa. Cuando él se dio cuenta de que ella estaba ahí, se despachó una ola más y al acabar de correrla se echó de panza sobre la tabla para que el sobrante de la rompiente lo llevara hasta sus pies. Era sencilla y hermosa, con el adorno simple del viento meciéndole los cabellos. “¿Qué hay?”, le preguntó, al tiempo que le sirvió de sus labios el sabor del mar. “Nada. Vine por ti porque hay unos americanos que quieren verte”, le dijo. Y Máximo se desprendió el cordón de seguridad de la tabla, se sacudió el exceso de agua de la melena y caminó junto con Clarinda rumbo al pueblo.

Era hija de gabachos, como los locales, además de gringos o americanos, llamaban a los estadounidenses. Pero había nacido en el pueblo en medio de la fiebre de los gringos que se estaban quedando a vivir por el desánimo que en varios temas sentían contra su propio país. Esta comunidad de gabachos no vivía en la opulencia, más bien trataba de vivir modestamente y sintiendo el contacto sin formulismos entre los lugareños. Los padres de Clarinda, John y Teva, habían comprado su casa en el pueblo fascinados por los monos bulliciosos que atrás de la casa pasaban saltando de uno a otro árbol, y por el color púrpura de las bugambilias que no dejaban de echar flores durante todo el año.

De la relación entre los gabachos y los locales habían nacido en el pueblo niños cuya belleza maravillaba. Por poco y a esta cepa de niños pertenece Clarinda, pero la noche en que sus padres la concibieron, John se encontraba en su casa y no en casa de Abelina Venegas, con quien solía asistir para sacudirse el tedio de la vida nupcial y para platicar complacido y al amparo de las cremas de licor y el humo de cigarro, los tragos amargos de su amor con Teva.

Clarinda era despierta, prudente y amante fiel de Máximo. Por lo demás, estaba marcada con la altivez a veces hiriente de los gabachos. Máximo la amaba, pero entre ella y el mar no sabía por quién decidirse, aunque terminara siempre metido en los brazos de la primera.

3

Al llegar a la casa de los padres de Máximo, donde había una palapa encasquetada sobre una estructura de maderos de palma cimentados en tierra, y en la que se vendían mariscos y se ambientaba la estancia de los comensales con canciones a todo volumen con temas sobre idilios amorosos fracturados, enmendados y vueltos a fracturar salidos de la garganta del Hijo del pueblo, Vicente Fernández, estaban los tres hombres y una mujer que buscaban a Máximo. Lo vieron entrar todavía húmedo y con la tabla corta para acrobacias bajo el brazo. Era un moreno escuálido marcado por el ejercicio entre las olas y con el short para agua prácticamente a media nalga. Le entregó la tabla a Clarinda y con una sonrisa que le dejó ver los dientes un tanto crecidos a la buena de Dios pero blancos, se sentó a platicar con los hombres que simulaban ir mal vestidos para el clima de la costa, salvo la mujer, que llevaba puesto un vestido de gasa blanco y un sombrero con una flor natural cortada de algún lugar.

Querían que los llevara a hacer un viaje por la región en el que les marcara los mejores puntos para surfear y les diera características específicas del oleaje en dichos sitios. “¿Quién les dijo que yo conozco todo eso?”, preguntó Máximo. “Alguien nos dijo que tú has surfeado todos los puntos de por aquí”, respondió solícito uno de los hombres.

Era verdad. Varios kilómetros de litoral de aquella región Máximo los conocía muy bien y sabía a cabalidad, siendo algunos de ellos secretos por la dificultad para su acceso, dónde se encontraban los puntos en los que era posible montar las más extraordinarias olas, meterse en los más perfectos anillos de agua color esmeralda traídos por los swells desde mar adentro, y además las épocas del año en que esto era posible. Por mucho tiempo había asistido junto con otros impúberes del pueblo, hombres casi todos y alguna que otra niña desperdigada, a surfear a otras playas. Lo hacían con o sin la aprobación de los padres, que siempre mantuvieron su temor al mar. Poco a poco los niños fueron sintiendo que ya conocían de memoria las olas del mar del pueblo, y se fueron alejando a explorar otras aguas que de todos modos sentían muy suyas, pues para ir a buscarlas no había que hacer más de una hora de camino. Además algunos tenían ahí parientes que en otros tiempos fueron siguiendo también la ruta itinerante de la Hacienda del Coco, que se mudaba siempre que había explotado a más no poder un sitio. Pedían a los vacacionistas que alcanzaban en la carretera, justo antes de salir del pueblo, que si por favor los acercaban lo más posible a playas cuyos nombres les mencionaban y por las que tenían que pasar si era que se dirigían a Costa Grande, la playa más concurrida de la región. Los vacacionistas trepaban en sus camionetas a aquellos chiquillos que entre su sonrisa y estampa de aventureros pueriles les alborozaban el corazón y desbordaban la voluntad. Otras veces, cuando se enteraban de que algún local saldría con su camioneta destartalada para traer a los carniceros del pueblo ganado de otros lados, los imberbes rogaban ser trasladados e iban ahí trepados con sus tablas, cuidando que no se las volara el viento y soportando el hedor de la cagada seca de las reses que habían sido transportadas en viajes anteriores. Cuando arribaban a la playa lo hacían jubilosos, avanzando con el mismo contento con que los cangrejos se aproximan al agua marina.

Los niños corrían olas a placer e iban perfeccionando muchos de los trucos que en algún lugar habían visto que realizaban surfistas profesionales. Muchos de ellos soñaban con alcanzar las olas de algún mar muy lejano en el mundo. La imaginación no les alcanzaba, pero presentían por su afición a las olas y porque por ahí lo habían escuchado, que en un lugar llamado Hawaii había olas increíbles y que era, sin conocer el término, la meca del surf en el mundo. En el agua unos a otros pedían ser atendidos con la mirada para dejar ver sus cabriolas y señalarlas como trucos bien imitados a los surfistas profesionales.

Vivaces como lisas corrían olas de tamaño considerable, y los lugares en los que había personas que pasaban sus vacaciones los admiraban, y las niñas jóvenes y chamacos de ciudad se acercaban a ellos cuando salían del agua para mirar de cerca aquellos tritones que se columpiaban en las olas y que al parecer desafiaban el peligro de un mar embravecido, pero cuya bravura a ellos les resultaba excitante para realizar trucos dentro de los dominios de Poseidón.

Sin ser vacacionista sino local del pueblo al que aquella vez asistían, una niña había sido picada por la curiosidad de conocer más a Máximo, entonces un mozalbete con cuerpo de rana parda, pelos cortos y sonrisa de piraña. Clarinda, que iba en el grupo, se había ido a golpes contra ella arguyendo que con el grupo del pueblo solo se juntaban los del pueblo. Fue la simiente de un pleito casado entre los de una y otra población. Cuando se llevaban a cabo torneos relámpago de la disciplina, eran férreas las contiendas disputadas por integrantes de uno y otro bando.

Ya jóvenes, en un festejo en la plaza de toros del pueblo, Máximo vino a auxiliar a Clarinda, quien se encontraba paralizada de terror por los reparos que junto a ella estaba dando un toro zaino cuya brutal fuerza había vencido los goznes de los cajones y había escapado. Alguien más distrajo al animal y entonces Máximo tuvo oportunidad de abrazar a Clarinda y sacarla pronto de la escena. En ese momento ella supo de golpe todo lo que desde siempre había querido que ese hombre la protegiera y la hiciera sentir segura. A su vez, Máximo se sintió debilitado pero contento por la revelación instantánea de su corazón, de que desde siempre también había necesitado a aquella mujer que tenía entre los brazos todavía temblando por el suceso. Esa misma noche abandonaron el festejo y bajaron a la playa a coronar de estrellas el otro cielo de sus bocas, y ahí permanecieron hasta que el frío y la melodía nocturna de la rompiente los obligó a meterse el uno en el otro. Nunca más hubo fiesta de toros en la que no acabaran en la playa, envenenándose entre los efluvios del asfixiante amor del trópico y celebrando su aniversario. De ahí en delante iban a empezar a surfear y a vivir como si uno y otro se hubieran pertenecido desde antes de nacer.

4

“¿En cuánto tiempo quieren hacer eso?”, preguntó Máximo, metiendo la mirada por el portillo de un tablón en el que se veía doblar una hilera de diminutas hormigas negras que a veces iban chocando entre sí, y observando a un hombre moreno, de canas y que sin camisa se mecía en una hamaca al pie de un árbol de nanches. El del otro lado también lo miraba a éste. “En una semana”, respondió con el calco fonético de su lengua otro de los hombres.

Apenas recargando su talle sobre el costado de su novio, Clarinda se había acercado y permanecía de pie al lado de Máximo. Por instantes en la conversación Máximo había bajado su brazo y entregado mimosos pellizcos sobre las espinillas a Clarinda. “Bueno”, hizo Máximo, sonriendo y enviando los brazos al frente de la mesa, con lo que espantó a las moscas que detenidas en el filo escuchaban la conversación. Y resolvió: “Denme para el viernes y el sábado nos vamos tempranito”. Pudo haberlo dicho en la lengua de sus interlocutores, pero prefirió hablar en español. Era martes, y como todos los días a esa hora, el olor a mariscos podridos que se alzaba desde algún lugar, empezaba a saturar el ambiente.

Clarinda le reclamó a Máximo que qué pensaba que le iban a dar a cambio de sus servicios aquellos hombres. “Pues nos van a llevar a surfear y ellos lo van a pagar todo”, conjeturó él. “¿Entonces me voy contigo?”, se entusiasmó ella sintiéndose incluida en la respuesta. “Si no, no vamos”, cerró Máximo echándole los brazos a la cintura.

Juntos fueron a la Costa Grande a recoger en una empresa de mensajería los paquetes que enviaban los padres de Clarinda. Se trataba de un equipo de buceo para Máximo, dotado de arpón de pesca submarina, traje de neopreno, tanque de oxígeno, visor y aletas. Para Clarinda llegaron varias prendas de vestir para la playa, y la tabla corta para acrobacias con la que acompañó a Máximo a hacer el recorrido con los gabachos. Los papás de Clarinda llevaban ocho meses fuera del pueblo atendiendo la salud de los padres de John, quien pensaba que si tornaba al pueblo, luego de que había sido llamado con urgencia a raíz de la apoplejía que había sufrido uno de ellos, acabarían los dos por morirse. “No quiero tener ese remordimiento”, le había dicho John a Clarinda a través del teléfono una noche en que la llamó y Máximo se encontraba en la casa preparando una cena de calamares fritos que había conseguido con un amigo pescador al que apodaban El Gallo. “Bueno, papá, vengan cuando puedan. Acá todo está bien. Saludos a los abuelos”, dijo Clarinda en perfecto inglés. Y luego de escuchar las últimas recomendaciones del padre y con cierta nostalgia, colgó la bocina.

Máximo la esperaba en la mesa con los calamares ya servidos y con un puño de tortillas calentadas al comal por él mismo. La abrazó, copeteó de refresco oscuro y helado los vasos, y comieron platicando y mirándose a los ojos como para escudriñar ocultamente la felicidad del uno en las pupilas del otro. Los gecos se dejaban ver sobre las paredes en busca de algún insecto atraído por la luz, y luego de capturar su presa, corrían precipitadamente a ocultarse en sus escondrijos. Al terminar levantaron la mesa y bajaron al pueblo. Tomados de la mano fueron saludando a los vecinos y a veces Máximo se detenía o era detenido para inquirir a alguien sobre cualquier tipo de trivialidades. Uno de los que lo detuvo fue Erenio, quien le dijo que se inscribiría en un torneo de surf que se llevaría a cabo en la endemoniada playa Pascuales del estado de Colima. “Está buena la bolsa, vale”, lo animó el amigo con el más puro tono del habla costeña. “No puedo, vale: voy a llevar a un surf trip a unos gabachos”, expuso Máximo. Luego siguieron platicando otro rato y se despidieron quedando en verse en otro momento.

Al llegar a la plaza se sentaron con los amigos en el mismo lugar donde desde niños lo habían hecho. Era la parte del pueblo que tal vez, luego del mar, sentían más suya, la que los dotaba de una identidad propia y de conjunto. Ahí, aquel mundo de surfistas en ciernes y los que empezaban a ser reconocidos, platicaban sus más recientes hazañas en el agua, sus proyectos, los temas más banales y hasta sus frustraciones familiares o escolares. También ahí habían empezado a crecer, a marcar o reclamar un sitio en el mundo para ellos. Y era ahí el sitio exacto en que un día de hacía años atrás, Clarinda había llegado en calidad de escurridiza hija de gringos queriendo ganar amigos en el pueblo. Y el grupo le había abierto las puertas porque no hubo modo de cerrárselas a niña tan sobradamente hermosa. Entonces empezó a ir a surfear con ellos.

Eran muchos los niños y otros surfistas de mayor edad los que asistían a ese espacio contiguo a la plaza, ubicado exactamente donde la barra de cemento de un restaurante que vendía desayunos para gringos acaudalados y que se extendía hasta la banqueta de la calle. Eran tantos los que asistían a ese espacio, que de ahí habían surgido a su vez otros grupos de amigos. Clarinda y Máximo pertenecían a uno de ellos, y las personas con las que hablaban aquella noche eran parte del suyo.

Regresaron a casa caminando entre el recital nocturno de los sapos regodeados en las charcas y entre los perros que de la oscuridad venían a olfatear el aire alzado por sus pasos. Todavía alcanzaron a escuchar que los padres desde las puertas de las casas llamaban a gritos a sus hijos que jugaban en la calle advirtiéndoles que ya era noche, que entraran a cenar y a dormir porque si no mañana en castigo no saldrían a jugar. Los niños se divertían haciendo los mismos juegos de calle que desde hacía tanto tiempo se habían venido haciendo.

Máximo dejó a Clarinda en su casa, la despidió con un beso y empezó a descender la pendiente rumbo a su casa. Entonces ella le gritó: “Ven. Tienes que ayudarme a lavar los trastes”. Y como si se tratara de una cantidad bárbara de trastos sucios los que había que limpiar, Máximo amaneció ahí rendido. Clarinda se había despertado más pronto y se había puesto a mirarlo con los ojos de la compasión pero también con el deseo de volver a explotarlo. Aunque finalmente, cuando escuchó los gallos cantar, Máximo se puso en pie y despidiéndose amorosamente salió a la mañana escuchando la totalidad de sonidos de esa hora, y percibió también el olor a tierra mojada de las calles regadas con mangueras de hule por los locales para que los automóviles de los vacacionistas a su paso no levantaran el polvo que se metía por todos lados. Apenas entró a su casa y saludó, fue a su habitación a descolgar la tabla corta para acrobacias para minutos más tarde estar hecho a las olas de un mar impetuoso y magnífico.

5

Yo lo había conocido en otra época, cuando me lo presentó Román Saltoro, un amigo de la ciudad que junto con su familia solía visitar aquella playa para pasar sus vacaciones. Ya desde entonces el pueblo era el mismo lugar paradisíaco que ahora, pero con mucha menos gente. Los padres de Román, modestos siempre y generosos, habían trabado una amistad tan fraterna con algunos de los locales que cuando la familia arribaba le pedían que se instalara con ellos en sus casas. Así, convidado por Román en uno de aquellos viajes cuando éramos estudiantes de bachillerato, conocí a Máximo. En una noche de borracheras juveniles me había desprendido del grupo y perdido por las calles del pueblo. Los amigos me habían encontrado en casa de una mujer que daba una fiesta para todo aquel que quisiera asistir. No era muy difícil entrar: la fiesta era en la calle y había botellas y más botellas de aguardiente para quien quisiera acabar con ellas en aquella noche de penosos desenfrenos. Había entre los asistentes gabachos que trataban de mantener el estilo y locales que los ayudaban a perderlo y viceversa. Una mujer menuda, de cabellos rubios, con una bolsa de hippie, busto diminuto y ojos azules, vino primero a platicar conmigo y luego acabó pidiéndome que bailáramos canciones sonsonetudas de Lorenzo de Monteclaro, cantante del género norteño por ese entonces muy de moda. Pude trazar sobre el suelo dos o tres pasos de baile solo por mera gracia de Dios. Y cuando los amigos dieron conmigo y advirtieron que podía acabar mal mi noche en brazos de una mal afamada Teresa Scott, me llevaron a una casa con techo de asbesto y muros de tabique sin encalar, donde amanecí con el peor de los dolores de cabeza que iba a recordar por muchos años. “¿Por qué dices que la gabacha tenía chichis de perra?”, me preguntó Máximo con la risa al borde de los labios y habiendo en derredor suyo el resto de amigos que habían ido a despertarme para asistir a bucear y cazar ángeles azules en el arrecife y hacer ceviche para desayunarnos. “Porque cuando estaba sentado hablando con ella se acercó un perro grande, ella lo acarició, y cuando el perro alborozado se le paró de manos, ella se levantó, y al hacerlo el perro le trajo abajo el vestido sin tirantes que llevaba y le salieron botadas las chichitas güeras de perra que tiene”, reseñé para el grupo, que antes de que yo acabara mi relato estaba ya hecho un mar de risotadas. El recuerdo de aquella anécdota, y el de tantas otras, fueron tema de conversación y risa en las muchas ocasiones en que los amigos nos volvimos a ver año tras año, hasta que los hijos del mar y los del asfalto empezaron a casarse y el ritmo de sus vidas cambió para siempre.

Lo volví a ver en una de mis visitas que hice ya con mi familia. Acudí a saludarlo y no se encontraba en casa. Fui al terreno al que tantas veces habíamos ido de adolescentes porque supuse que ahí estaría ayudando a su padre a sembrar, o a levantar pedazos de la cerca de alambre derribada por el ganado ajeno que entraba a comerse el cultivo, y tampoco. Durante el camino iba señalándoles a Daría y a Leandro el río en que nos habíamos bañado y los colosales árboles en que nos habíamos subido cuando éramos tan jóvenes. Les mostré las plantas que Máximo nos había enseñado que al tocarlas empezaban a contraer su galería de diminutas hojas. “Se llaman vergonzosas”, nos había instruido. Les mostré lo que también nos había enseñado la admirable generosidad de nuestro amigo, el camino que tomaban las iguanas para ponerse al sol y el sitio exacto por el que cruzaba la danza de los cangrejos cuando éstos iban o volvían de los humedales próximos al mar.

Lo encontré en la playa. Estaba aleccionando a un grupo de estadounidenses sobre cómo pararse en la tabla de surfear. Los instruía en la arena. Luego metió al grupo al agua, y uno a uno los iba apoyando para que cuando llegaran las olas se pusieran en pie y tuvieran una de las experiencias más hermosas de la vida: viajar en la lógica misma del agua.

Cuando acabó la sesión tuve la impresión que me vio pero no tuvo tiempo de detenerse conmigo. Yo subí a saludarlo y me recibió con una sonrisa y un abrazo. Pero no lo hallé el mismo de antes, y no parecía que el ritmo nuevo de nuestras vidas pudiera hacer mucho por enmendar aquella situación. Nos invitó a comer al pequeño restaurante familiar, donde nos presentó a Clarinda y le dijo a la familia sin dejar de tenerme la palma de la mano en el hombro: “Miren y díganme si no reconocen al famosísimo Caimán”. Era un alias que los amigos me habían asignado por considerarme un hombre largo y melancólico. La familia nos dio cordiales saludos sin dejar de atender en la plancha caliente la aromática gastronomía de la costa ordenada por los comensales. Acabamos de comer y adiviné que Máximo debía ir, luego de reposar un poco, a seguir ganándose la vida, además de ser un surfista profesional reconocido en el ámbito mundial, dando clases de surf a los gringos adinerados que llegaban como turistas al pueblo. “Bueno, pues por aquí vamos a andar todavía algunos días. De seguro nos vemos”, me adelanté a una despedida incómoda. “En eso estamos, Caimán”, me respondió el surfista, y se despidió gentilmente de mi familia.

6

Era una treta. Los hombres no lo habían buscado porque deseaban que les mostrara los mejores puntos para surfear de la región, ni para que les señalara el camino de las mareas ni el comportamiento de las olas, lo que podían saber por la tecnología satelital de los aparatos que los acompañaban. Habían llegado a buscarlo con la firme determinación de convertirlo en un producto mercantil. Mientras surfeaba y hacía backsides, floaters y toda clase de acrobacias aéreas, su imagen quedaba guardada en la memoria de silicio de las cámaras digitales, cuyos obturadores lo perseguían tanto dentro como fuera del agua. Le habían estado obsequiando ropa de playa que le sugerían utilizara durante el viaje, y Máximo atendía aquellas peticiones sin reparo alguno. Clarinda aparecía en algunas imágenes con su tabla al lado de él, lo que convenía a los estrategas para vender la imagen de la pareja surfer de la costa tradicional de esta parte del mundo.

Máximo disfrutó mucho el viaje. En algunos de los sitios a que asistieron, tanto él como Clarinda, saludaron a amigos que hacía tiempo no habían visto, entre ellos a Dionisia Salgado, con quien hacía muchos años atrás se había liado a golpes porque pensó que le quitaría la oportunidad de enamorar a Máximo.

Surfearon juntos y también al lado de dos hombres del grupo que no hubieran podido disimular su gusto por práctica tan prodigiosa. Los maravillaba el dominio que Máximo tenía de la tabla sobre las olas, la fuerza y espontaneidad que le imprimía a su surfeo, la espiritualidad existente entre el hombre y las paredes de agua.

Cuando decidieron ir a buscarlo ya sabían todo esto. Por eso una noche antes de que terminara el viaje le hablaron sin ambages del plan que había para convertirlo en una figura destacada del surf nacional. “Vales”, les dijo, con una sonrisa y en su tono costeño: “No pasa nada. Todo esto me lo hubieran dicho desde la primera vez allá en el pueblo”. También le hablaron de la posibilidad de convertirlo, según fuera su desempeño, en un atleta de talla mundial. “Pudieras estar al lado de Slater, Irons, De Souza, Villarán o Machado”, lo persuadieron. Y esa misma noche le entregaron un cheque por haber firmado con ellos, representantes de una transnacional que participaba en la amplia industria del surf, un ventajoso contrato que los hacía dueños por cinco años hasta de su forma de cagar.

Motivado, Máximo empezó a salir del ámbito local y a ganar torneos en latitudes a las que jamás había firmemente pensado llegar. Visitó la costa de todo el país. Surfeó en las irreverentes olas de Zicatela, en los mares sórdidos y bellos de Michoacán, en la soberbia Barra de la Cruz, aunque los tábanos estuvieron a punto de exprimirle completa la sangre, en las olas tremendas de playa El Mojón y Colorada, y en las gélidas y encabritadas aguas de Todos Santos en Baja California Sur. Y cuando estuvo mejor preparado empezó a trasladarse a Nicaragua, Panamá, El Salvador, Costa Rica, Perú, Puerto Rico, Hawaii, Brasil, donde supo que el segundo deporte más practicado después del futbol era el surf. Saltó con su tabla a Francia, Portugal, Mundaka, Mozambique, y se detuvo en la paradisíaca Byron Bay, donde rayó con las indómitas quillas de su tabla poemas impensados al lado de otros surfers internacionales, hasta que se enfiló a Indonesia.

Esa noche tomó el avión que hizo escala en Sidney. Se hizo algunos retratos en el aeropuerto contrastados con filas de edificios con las luces encendidas a sus espaldas, y después de dos horas abordó la aeronave que lo llevaría a Bali. Durante el inicio del vuelo no había podido conciliar el sueño. Entonces pensó en lo lejos que se encontraba de casa, de Erasmo y de Nárcita, sus padres, y de Clarinda, de los amigos y de los gecos ágiles y espantadizos que corrían por las paredes atrapando a las polillas despistadas bajo la luz. Bandadas de recuerdos le venían. Pensó en todo lo que había logrado nada más por el gusto heredado de su hermano apodado El Tigre, de correr olas. Y pensó otra vez en su padre, que a esa hora y del otro lado del mundo, estaría ya puesto en pie y regando con agua sacada del pozo echo a pico y pala, las macetas de Nárcita como un acto de entrega firme a la complicidad de tantos años, en lo que ella terminaba de levantarse para ir y llevar la olla del café al fogón.

Pero acabó por dormirse y ya no tuvo tiempo de pensar en las furiosas olas que lo iban a impactar contra los afilados arrecifes sin dejarlo volver a la superficie antes de haberlo arrancado de la existencia. Las sirenas de la playa sonaron, la competencia se suspendió, y los surfistas aventaron coronas de flores al mar a la memoria de Máximo Sahagún Landeros, que desde mares tan lejanos había venido a adorar el santuario de olas tan aciagas en la bellísima bahía de Balangán en Indonesia.


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