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Excelente ambiente de trabajo

Luis Rico Chávez

Esta frase me resulta familiar: "No se culpe a nadie". En mi caso, la empleo para referirme a mi situación laboral en mi Benemérita Universidad de Guadalajara. De entrada sostengo que estoy más que agradecido porque a lo largo de veintidós años (cumplidos el pasado febrero, menos seis meses que me escamotearon de antigüedad) me ha permitido vivir con cierto decoro (el decoro correspondiente a un país como éste México lindo y querido) y hasta darme algunos gustitos.

Mas, con todo y reconocimiento, tiene sus bemoles. Y cuando pensaba en la manera como desarrollaría este sesudo y dolido texto, me encontré con que no podía culpar a nadie de estos bemoles. En efecto, cuando firmé mi primer contrato por ninguna parte decía: "Ofrecemos excelente ambiente de trabajo". Y ni mis cuates, y mucho menos mis acérrimos e inevitables enemigos sostuvieron tal argumento. Por tanto, insisto, no puedo quejarme de haber sido engañado, y mucho menos puedo buscar culpables.

No me pidan sustentos objetivos y documentales para los argumentos que expondré a continuación. Existen, por supuesto, pero no sé dónde y me da pereza buscarlos. Padecerlos en carne propia a lo largo de estas dos décadas debería ser, considero, una fuente fiable, respaldada además porque todo esto lo sufrimos quienes viajamos en este mismo barco, aunque en grados diferentes y con niveles de conformismo o disensión divergentes.

El primer aspecto que ha llamado mi atención, y que configura este ambiente de trabajo, es que desde finales de los ochenta y principios de los noventa (sí, el inefable salinismo a nivel federal y el innombrable poder tras bambalinas desde entonces en nuestra BUdeG) la política laboral se ha cebado contra los sufridos e impotentes trabajadores universitarios: transformaron, para nuestro mal, el sistema de pensiones, tirando la carga sobre nuestros mermados salarios y aumentándonos los plazos de jubilación, como reo que recibe años extras de condena a pesar de su inocencia.

Después, con un partido de ultraderecha que favoreció aún más a los patrones, a los ultrarricos y poderosos (¿no son los mismos?) y se afanó por tirar por la borda al peladaje (al que pertenecemos un alto porcentaje de profesores, aunque muchos se quieran dar ínfulas de lo que no son), perdimos derechos, sufrimos cargas tributarias y soportamos aumentos desmedidos en detrimento de nuestras condiciones no sólo laborales sino también sociales y emocionales (pobres de nosotros... y sin psiquiatra que nos dore la píldora).

Todo lo anterior (y mucho más que me dejo en el tintero para no llevar al borde del suicidio a mis potenciales lectores) configura un contexto material que enturbia y pervierte la relación humana e interpersonal que se da en una institución como la nuestra.

Lucha mezquina por exiguos recursos (hablo de los bajos ámbitos universitarios, en los que me muevo y los que conozco, porque de los altos no tengo ni la más remota idea, aunque algo barrunto), pugnas a morir por espacios de poder que sólo sirven para exhibir el grado de bajeza y el nivel de humillación al que muchos son capaces de descender permean el ambiente cotidiano de las escuelas.

Ahora no sé si señalar que lo peor lo sufrimos en el aula de clases. Porque a la carga normal de trabajo nos han añadido un sinfín de funciones burocráticas que no sólo nos distraen de nuestra labor fundamental de enseñar, sino que nos quitan tiempo valiosísimo que perdemos en labores inútiles y que nada aprovechan ni a los jóvenes, los profesores y ni siquiera a la institución. Entendible por el espíritu estadístico con el que se pretenden justificar niveles de enseñanza y aprendizaje que los número no hacen sino enmascarar.

¿Puede imaginarse alguien trabajando desde las siete de la mañana, corriendo al mediodía en un transporte urbano de lo peor, atravesando la zona metropolitana que con las obras del tren ligero es un caos, para llegar a la otra escuela y continuar hasta las siete u ocho de la noche?

Todo lo anterior es parte de lo que adereza nuestro trabajo en seis, ocho y en ocasiones más grupos de cuarenta o cincuenta jóvenes con los niveles de estrógenos y testosteronas elevados. Y para que uno los torture leyendo (palabras de un egregio alumno que a punto está de recibir su título de bachiller). Daré rápido un par de ejemplos para que quede más claro el excelente ambiente de trabajo en el que cotidianamente se desempeña un profesor de bachillerato:

Aunque no me gusta sermonear, mis alumnos se ponen de modito, se esmeran a más no poder por recibir por lo menos un sermón por semana. Ellos, desde luego, cuando comienza la andanada discursiva ponen cara de circunstancias y responden, como buenos muchachitos: "Siiií proofe" o "Nooo proofe", según corresponda. "Pero a partir de ahora sí se van a esmerar, ¿verdad? Le van a echar ganas y a dar su mejor esfuerzo. Ya no van a llegar tarde ni se van a hacer la pinta".

Y uno como profe sale feliz y realizado, sintiendo que ya aportó su granito de arena para forjar nuevas y mejores generaciones. Y al siguiente día llego al salón rejuvenecido, dispuesto a trabajar con el hombre nuevo... y me encuentro con el salón vacío.

Cada semestre los profesores nos quejamos de que los de reciente ingreso son más apáticos, perezosos e indisciplinados que los anteriores. Yo me resistía a creerlo, pero al paso de los lustros incluso descubro (comparando mis listas y los registros de avances de mis alumnos) que, estadísticamente, puedo demostrar que este hecho es verdadero. (¿Por qué tienen que ser los números fríos e impersonales, a los que rechazo por convertirse en arma de los burócratas de la educación que con estos inocentes guarismos justifican mil barbaridades?)

Y por si fuera poco, en días pasados, cuando aplicaba el examen de ingreso al bachillerato, conocí a mis futuros discípulos: pasé por sus lugares para que imprimieran la huella digital del índice de su mano derecha. Llego con el primero y lo hace sin ningún contratiempo. Paso al segundo. "Índice de la mano derecha", salmodio, y él me muestra el pulgar. Lo miro, me mira, y los dos nos quedamos a la expectativa (yo, a que me muestre su índice, él, a que le acerque la tinta). Vuelvo a repetir: "Índice de la mano derecha" y entonces entiende: me muestra el meñique. Para evitar que esto se repita con el resto de los dedos (incluidos los del pie, llego a sospechar), le tomo el dedo, lo entinto y estampo la huella en su examen. Llego al estudiante número cinco y, aunque no me lo crean, se repite la misma escena. Es decir, desde la primaria, en su hogar, ¿ni siquiera les enseñan a conocer su cuerpo, a conocerse?

Al final, me siento feliz: "Muchachos", les digo ufano antes de despedirlos: "hoy aprendieron cuál es el dedo índice de su mano derecha". ¿Me necesitarán el día de su boda para enseñarles dónde colocarse el anillo?

Pero de qué me quejo, nadie me prometió que en la universidad gozaría de un excelente ambiente de trabajo.

Juan Manuel Ortega Partida
Yésica Cecilia Núñez Berber
Juan Castañeda Jiménez Elvia Rosa Velasco María Dolores García Pérez Julio Alberto Valtierra Andrea Avelar Barragán Luis Rico Chávez Jazmín Díaz Martínez Paloma Domínguez Hurtado Alejandra Lecuona Díaz