Inicio | Directorio | Acerca de | Contacto | Números anteriores   
EducaciónCulturaGalería

Minificciones

Gabriel Cerda Vidal

Cosmonauta uterino

Gustav Ilich Ivanóvic, junto con otros seis tripulantes del U-R345, está en órbita. Para una reparación mecánica ha salido de la nave. En la inmensidad se hunde lentamente como grano que se cierne. Poco a poco, se disuelve entre la oscuridad espesa como grasa.

De pronto, el cordón que lo unía a la cabina se desprende; la nave lo pierde irremediablemente. Gustav tiembla; ha quedado infinito y solo, errático.

Otro cordón lo liga entonces. El astronauta se ovilla. El abismo se hiende. Gustav Ilich Ivanóvic se acobarda... ha comenzado a nacer.

“...Pudiera ser”

Blandió luego el sable con vehemencia sobre su cabeza. En su imaginación se representaron figuraciones ardorosas, jadeantes, mientras fijaba la vista fija en el cuello que tenía ya por tronchado y aun cortaba mil veces en el furor de su propósito. Ella aterrada sólo se arrinconaba y se cubría el pecho con la sábana. En la vuelta del último giro, la punta del sable se clavó en la duela, con tanta fuerza que no podría nadie sacarlo de la hendidura.

Quedó un instante quieto, con la mirada perdida y resoplando por la boca espumeante. Una gran gota de sudor dividió en mitades su espalda. Hizo de bordón el sable e, inclinándose sobre éste, tembloroso se acercó a su mejilla. Oliscando, bajó por esa garganta siempre matinal y bucólica, y delicadamente la besó... Pudiera ser, acaso, que sólo el esclavo, cuya cabeza inerte los miraba, hubiera tenido toda la culpa.

Mary Jane

Volteó lentamente al cielo. Inclinó su sombrero. Agachó la cabeza. Puso su escopeta sobre el hombro, recargando la culata en la palma de su diestra y siguió caminando. Frente a él, el sendero se dilataba interminablemente, naciendo sin cesar de la yunta en el horizonte.

Posiblemente al llegar, un caliente plato de sopa lo esperaría sobre la mesa. Era probable que Mary Jane lo oliera desde que atravesara la verja y que corriera entonces a su encuentro, entre un agradable orear de ocaso que le mecería con alborozo el primoroso enjambre dorado de sus cabellos. Los grillos comenzarían a cantar. A ambos lados de los confines se colocarían dos astros amorosos. Él también correría a su encuentro.

El hombre, encaramado sobre un inmenso rodillo que giraba sin cesar al ritmo de su paso, seguía caminando infatigablemente. Con el antebrazo secaba el sudor en su frente y cerraba los ojos pensando en ella: en Mary Jane.

El gigante

Un día, un monstruoso gigante llegó a Tennessee. Con sus grandes patas aplastó edificios, casas, autos y gentes. Murieron muchas personas inmediatamente y, tiempo después, de espanto o tristeza, lo hicieron los demás.

Todos aquellos que por mala fortuna se encontraron siquiera cerca de la bestia, sucumbían fulminados; todos, excepto uno.

Al verlo, el malvado gigante mudó el ceño; se tornó su gesto amable. Suavemente se inclinó y recogió del suelo al pequeño hombre. Lo levantó hasta su rostro, lo acurrucó cerca de su mejilla, pasó el descomunal índice sobre la cabeza del hombrecillo, lo besó y luego volvió a dejarlo sobre el suelo, en un lugar salvo.

No bien hubo volteado la espalda el gigante para continuar su devastación, el pequeño hombre alzó un brazo, y con el puño en alto hizo un ademán de insulto al monstruo. Éste pudo verlo. Se devolvió y, sin pensarlo, lo aplastó.

Eva María Medina | España Ana Romano | Argentina Rolando Revagliatti Fernando Sorrentino Teresa Figueroa Damián | México Rubén Hernández Hernández Gabriel Cerda Vidal Julio Alberto Valtierra Ramón Valle Muñoz Miguel Reinoso López Andrés Guzmán Díaz E. Uzri Carlos Camacho Sandoval Paulina García González Jorge Medina Trujillo Armando Parvool Nuño Luis Rico Chávez