La impunidad horrible… realidad de un país horrible

Los sentidos no nos engañan,
no porque siempre juzguen bien,
sino porque no juzgan en absoluto
Kant

          Las presentes líneas, que pueden aproximarse a un poema en prosa (aunque remotamente semejan poesía), son más bien angustias, quejas, desazones, trabas, inquietudes, mezclas, dudas, interrogantes de un sujeto que no es religioso pero cree en el paraíso terrenal como una aspiración que persigue la humanidad, que sueña que con una mordida a la manzana dé inicio el tiempo, otra realidad, las amenazas del frío o el hambre, pero también la libertad.
          He escuchado tantas promesas incumplidas que ya no me atrevo a tocar las puertas de la esperanza. Los viejos fantasmas que recorren y destruyen nuestro país siguen vivos. Los corruptos duermen en paz.
          Estoy haciendo un esfuerzo por ofrecer un puñado de reflexiones, no una declaración de principios y mucho menos un catecismo. Procuro pensar con objetividad (qué difícil) y limpieza. También con modestia, aunque sabemos que las buenas intenciones son a veces el camino hacia los actos abominables. En este tenor un ciudadano desconocido, que se confiesa extremadamente alérgico a las prácticas priistas y panistas, escribe sus reflexiones que posiblemente tengan más de anécdotas y menos de ideas sólidas. No quiero caer en la anécdota, pero ciertos comentarios son necesarios.
          De diferentes maneras los escritores grandes han reflexionado acerca de su quehacer. Federico García Lorca decía: “escribo para que me quieran”. Gabriel García Márquez, tal vez retomando la idea del inmenso poeta español, dijo: “escribo para que me quieran más mis amigos”. Yo, ciudadano sin ganas, profesor de Arcos de Zapopan y La Tuzanía de esta villa antes maicera y devoto de la virgencita, lo hago para desfogar mis sentimientos-pensamientos, mis rabias, fobias, filias y demás residuos cerebrales. Lo hago por un compromiso con la libertad, aunque sin capacidad creadora o evocadora, sólo tal vez consigo un mordisco a la libertad… un infinito en la palma de la mano. Retomo y plagio las ideas previas. Siempre será necesario hablar y escribir acerca de la política como una enfermedad espantosa y contagiosa, imparable, devastadora, que no conoce fronteras, ni idiomas, ni tiempos, ni moral, que mata, que expolia, que corrompe y que invita a reflexionar acerca de las conductas de la inmensa mayoría de los políticos como artífices para lograr que la corrupción y la impunidad sigan presentes.
          Sin duda algo pasa, no sabemos qué, ni cómo, ni cuándo, ni por qué, ni quiénes; mucho menos sabemos hacia dónde —si es que algún rumbo cabe suponer— nos conduce eso que sucede. Estamos pasmados ante lo que se nos muestra; vemos y leemos un presente que no podemos fijar en ningún punto; carecemos de coordenadas de referencia para ubicarnos en el universo de la información; somos testigos y como tales nos encontramos inhabilitados para emitir juicio alguno.
          El pasmo como experiencia vital nos impide echar mano de cualquier razonamiento crítico; nos ahoga la sobreabundancia de datos y no tenemos tiempo de dar pasos en una secuencia que nos puede llevar a extraer conclusiones. Así, la verdad se convierte en categoría sin sentido, sobre todo la verdad oficial.
Posiblemente para grandes sectores de la población ser mexicano significa apátrida, avergonzado, encabritado, desnaturalizado, extraño en su tierra. La indiferencia, el importamadrismo, la resignación, el conformismo, la complicidad de algunos, el servilismo de unos más, nos salpica a otros de mierda, de inmundicia que rechazamos porque representa lo más ruin de la sociedad mexicana encarnado desde hace tanto tiempo como una tumoración vergonzante: la connivencia con el estercolero de las altas esferas que controlan a placer todos los ámbitos de la política: empresarios, cardenales, obispos, políticos, para hacer lo que se les pegue la gana y disfrutar siempre de infamante impunidad.
          En nuestro país lindo y bonito cualquier sinvergüenzada, abuso, crimen, robo, se puede pasar por alto si el que lo ocasiona se ubica en las esferas altas del poder político, económico o religioso. La sociedad mexicana, vista sin máscaras, es una dama agusanada y oligofrénica que expulsa de su seno la decencia voceando un doble discurso, una intención oculta, un negocio sucio en el rincón mientras los reflectores alumbran grandilocuencias.
          Basura: esa es la neta y la verdadera vocación, por crudo que resulte decirlo, en nuestro México. Nos encantan los desperdicios. Ya parece ser que somos unos enamorados de la inmundicia y ello será, sin duda, materia de estudios sesudos para algunos de esos extranjeros que de vez en vez vienen a nuestro país y dictan cátedra sobre la identidad del mexicano.
          Pero no hay que sorprenderse, es esa una conclusión triste pero impepinable, porque la lista de la impunidad en nuestro país democrático y desarrollado es inmensa. El asesinato, la violencia, la masacre, el robo, el despojo son actividades ligadas a toda nuestra historia, desde la Conquista hasta las elecciones del 2006.
Por ello, son fundamentales para estos tiempos de impunidades, de ejecuciones, asesinatos, demagogia panista, de donaciones a un santuario para gatilleros y pistoleros llamados “mártires”, las preguntas del poeta T. S. Eliot:

                    ¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
                    ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?
                    ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en la información?
                    Veinte siglos de historia humana
                    nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo.

          En fin, el desierto está creciendo. ¡Desventurado el que alberga desiertos!, dice Federico Nietzsche. No somos mejores que los hombres de la antigüedad, pero hemos perfeccionado… afinado nuestra barbarie.

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